Recuerdo 11. Las fiestas son para divertirse

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El sábado por la noche me reuní con Gabrielle en las escaleras de la iglesia. No sabía si me vería con David, no había vuelto a hablar con él desde la discusión, pero dado que no se había reunido con nosotros en el patio, tampoco creía que lo hiciera el sábado por la noche, aunque hubiésemos quedado semanas antes.

Antes de salir de casa fui a despedirme de mi hermano. Estaba en el salón con dos amigos suyos y Rebeka. Le dije que me iba, intentando aparentar que no había visto nada la noche anterior, aunque no podía evitar pensar en que mi hermano se drogaba.

Antes de salir, Jael me cogió del brazo y, con disimulo, me dio algo en la mano.

—Pásatelo bien, pero ve con cuidado —me dijo al oído.

Cuando miré lo que me había dejado, vi un billete de diez marcos y dos cigarrillos. Le di las gracias —perplejo, porque nunca había tenido tanto dinero en mi poder—, y quise pedirle a él también que fuera con cuidado, pero eso último me lo reservé.

Me preguntaba desde cuándo lo haría, si había sido la primera vez o aquella era una de tantas; a juzgar por lo que había presenciado, no creía que fuera la primera, y tampoco la última. Pero intenté olvidarme del tema al entrar en la plaza.

Allí encontré a Gabrielle sentada en las escaleras de la iglesia, acompañada de un chico al que no conocía. Busqué a Vanda con la mirada y la encontré alejada de ellos, apoyada en el muro junto al portón.

Me acerqué a ellos y saludé a Vanda con la mano para que se acercara.

—¡Mik! —Gabrielle se levantó a darme un abrazo y su acompañante la siguió—. Este es Robert, es el sobrino de una amiga de mi madre.

—Encantado, Maik —dijo dándome la mano.

—Mikhael —le corregí.

Vanda se acercó con recelo, completamente diferente de cuando nos vio a Darek y a mí en la taberna. 

—Ella es Vanda, nos conocimos cuando éramos niños. Vanda, ella es mi amiga Gabrielle.

—Mucho gusto.

Nos internamos en la Senda Lacrimosa, una arboleda de enormes sauces llorones que, junto a la niebla, cubrían el cielo. El angosto camino se ramificaba una y otra vez en retorcidos senderos a través de las copas de los árboles, y atravesamos las cortinas que formaban sus ramas, como dedos esqueléticos acariciando el suelo. 

Al final del camino encontramos el lago melancólico, cuyas aguas negras apenas reflejaban las fogatas cercanas. Allí, en el claro, los jóvenes celebraban el nacimiento de Engelsdorf junto a un fuego que permanecía vivo hasta el final de la noche. Así era como los primeros pobladores se habían defendido de los demonios mientras colocaban las primeras piedras del muro. Era una buena excusa para beber alcohol y divertirse. 

Elegimos un lugar apartado, donde la espesura de la arboleda apagaba los sonidos, y solo se oía el susurro del viento entre las ramas y el lejano crepitar de las hogueras. A lo lejos, las luces del fuego parpadeaban como ojos vigilantes, y las figuras de la gente parecían espectros, apenas visibles entre las sombras, y de las cuales solo percibíamos sus siluetas negras.

Colocamos un mantel encima de la hierba y me encargué de encender la hoguera mientras Gabrielle sacaba la comida y la bebida de las cestas.

—Vanda, ¿tú quieres un vaso de sidra? —preguntó Gabrielle con amabilidad.

—No, cariño, yo he traído bebida de verdad —dijo ella sacando una botella de vodka de su bolsa.

Vanda le dio un trago a morro y luego me la ofreció.

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