CAPÍTULO 59

392 30 0
                                    

ARIA

Poco a poco noto cómo mis pulmones van tomando el ritmo correcto, haciéndome respirar con normalidad. Me muevo inmediatamente, con nervios, cuando la luz blanca de la sala donde había hablado con mi madre, mi asesina.

Muevo con toda la fuerza que puedo las manos, intentando en vano soltarme de las fuertes correas de metal que me sujetan a la silla.

Y entonces la imponente mirada de mi madre se planta en mi cara.

Viste otra ropa distinta, y su cabello está suelto, tan largo que casi le llega al trasero.

—No lo intentes más.—Dice con aires de cansancio estirándose en la mesa hacia atrás.—No te recordaba tan ingenua.

Me pesan los ojos, tanto que tengo que parpadear unos instantes antes de poder verle el rostro perfectamente maquillado a lo lejos.

—¿Cuánto he estado inconsciente? ¿Cuánto tiempo me...? En fin...—Pregunto con ansia, esperando que diga que todo ha sido una breve pausa, que aún me quedan esos dos días de vida...

Su sonrisa se ensancha, y eso solo hace que mi corazón se acelere un poco más.

—Has dormido alrededor de...ocho horas, quizá nueve.—Dice y me congelo en el instante en que desenfunda un abanico y comienza a agitarlo.—Hace calor ¿Verdad? Quizá debería poner aire acondicionado en la sala de tortura, así los retenidos no morirían tanto de golpes de calor.

—¿Cuánto tiempo me queda?—Pregunto impaciente, y deja de abanicar.

—Un día—Confiesa y de repente siento unas ganas inmensas de llorar que me impiden respirar.—A decir verdad, un día y cinco horas.

—Dios mío...—Susurro con horror, y muevo los brazos con ímpetu para intentar soltarme una vez más.

—¿Quieres que te siga contando cómo es que todo esto ocurrió o prefieres perder tu poco tiempo de vida preocupándote por cómo respirar?—Espeta con frialdad y vuelve a agitar el abanico con énfasis.—Como sea...El día que tú naciste tu padre corrió al hospital con unos hombres persiguiéndole.—Fija los ojos en los míos.—No, no fui yo quien los mandé a por tu padre, más bien a por ti.—Resopla contestando antes de que preguntase a algo obvio.—Ellos venían a por ti, nadie supo nunca por qué o quienes eran, ya que en cuanto me enteré de que te buscaban mandé a unos de mis hombres a que acabasen con ellos.—Hace una pausa, solo para remover su largo cabello negro y prosigue:—Cuando no quedaba ninguno, tu padre me confesó que sospechaba que eran del otro bando, de mi bando, y para que bajase la guardia le dije que sí que lo eran y que no tenía nada más de qué preocuparse. Pasaron diecisiete años y Gael descubrió que le había mentido. El muy idiota se creía que lloraba de felicidad cuando te sostuve en brazos—Baja la mirada, y sus aletadas con el abanico se ralentizan de pronto.—Pero lloraba porque sabía que en diecisiete años más tarde tendría que matarte.—Admite en voz baja, como si no quisiese que la escuchase hablar con tristeza.—Nunca olvidaré cómo me miró la última vez que lo hizo, justo antes de que fuese a dormir.—Intenta desviar el tema.

—Justo antes de que le matases.

Noto tensión en su mandíbula de repente, y no puedo evitar sentir cómo el nudo de mi pecho se aprieta con intensidad.

—Dime una cosa.—Dice, pillándome por sorpresa cuando cierra el objeto de golpe en sus manos.—¿Alguna vez te han mirado como si fueses lo más hermoso del mundo?—Pregunta con lentitud, con el tono calmado que conocía de ella, alejado de ese arrogante y a la defensiva que ha adoptado desde que la volví a ver.

Por un momento parece hablar como si volviese a ser la madre que me cuidó desde que nací, que me enseñó lo que era vivir y que me abrazaba cuando todo iba mal. Esa que me protegía de todos los males fuera de nuestra casa. Lo doloroso, es que ella era esos males.

GUARDAESPALDAS •¡YA A LA VENTA!• ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora