Con cuidado de no cortarse, recogió los trozos de vidrio esparcidos por el suelo del cuarto de baño y secó el whisky derramado con papel higiénico. Se había dormido tan solo un par de segundos, pero se sentía tan recuperado como si lo hubiera hecho durante toda la noche. Eso reafirmó su idea de siempre: cosas muy importantes podían conseguirse a través de otras muy pequeñas.
Se dirigía a la cocina para tomar algo cuando le asaltó la duda: «¿Estará el pequeño «Vigilant» funcionando correctamente?». Se dijo que sí, que había hecho un sinfín de pruebas y que nunca había detectado el más mínimo error, pero el miedo a que algo fallara minaba su confianza y disolvía la certeza de todas las comprobaciones que había efectuado anteriormente. Y no es que su recelo estuviera falto de razón porque, por más ensayos que hagamos, nunca podremos tener la seguridad absoluta de que la próxima vez que accionemos el interruptor se encenderá la luz.
Como a Jaime no se le escapaba que su nivel de inseguridad era directamente proporcional al de su intranquilidad, temió caer en una conducta obsesiva de comprobaciones. Por esa razón, para evitar estar pendiente de «Vigilant» a todas horas, se impuso la obligación de escuchar las grabaciones sólo una vez al día.
Aunque su domicilio estable se encontraba en casa de su tío, unos años después de empezar a trabajar alquiló un pequeñísimo apartamento en el barrio de Sants Lo utilizaba para guardar sus libros, revistas técnicas y material para elaborar sus proyectos sin que nadie lo molestara o, sencillamente, para tener intimidad y descansar. En la única habitación de aquel apartamento tenía una cama, una mesa de trabajo, una silla y un ordenador portátil.
Al día siguiente, en cuanto le fue posible, fue allí e instaló los elementos externos de «Vigilant», es decir, el terminal, la grabadora y otros componentes que por precaución no los quiso dejar en casa de su tío. Después, se dispuso a comprobar su funcionamiento: accionó un pequeño botón y una luz verde parpadeó. Era la señal de que todo estaba en orden, de que «Vigilant» trabajaba como él esperaba y de que operaba correctamente. Respiró aliviado...
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Aquel sábado se levantó temprano, cogió un autobús que lo dejó en Tarragona y se dirigió a la estación del tren. Le sobraba tiempo, pero no quería por nada del mundo llegar tarde a la cita con su tío Eusebio. Si llegaba a Barcelona un par de horas antes, se pasearía por la ciudad y se tomaría un refresco en un bar que estuviera cerca de la casa de su tío. Cualquier cosa menos llegar tarde.
Quince minutos antes de las doce ya se encontraba frente al portal de la casa, pero decidió esperar un poco. Años atrás, estuvo presente en una conversación que su abuelo mantuvo con un amigo, también maestro jubilado:
—Lo que yo te digo es que la juventud de hoy en día va sobrada de instrucción, pero muy escasa de educación —mantenía su abuelo.
—¡Pero qué quieres que tengan si hoy en día la educación ya no se enseña en las escuelas!
—¡Ni en las casas!
—Mis nietos hacen lo que quieren... ¡Y no puedo decir nada, Dios me libre! Sólo soy útil para acompañarlos al colegio, recogerlos, llevarlos a judo y a música y devolverlos a su casa —se exclamaba su amigo.
—¿Te acuerdas de aquellos libritos de urbanidad con las tapas de cartón duro que había en nuestra época?
—¡Cómo no me voy a acordar! Eran útiles, muy útiles.
—¿Qué nombre le darías a un individuo que llega tarde a una cita?
—Impuntual, diría que es un impuntual.
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el peso de la nada
RandomEn esta historia, como si de un cóctel ideal se tratara, el autor mezcla ternura, amor, sexo, ambición, éxito, fracaso, obsesión, temor, angustia, reflexión, trascendencia... ¿El resultado? ¡TE ATRAPARÁ!