Capítulo 5

15 0 0
                                    


Durante varios días «Vigilant» no recogió ninguna conversación, lo cual quería decir que en aquel período de tiempo no se había celebrado ninguna reunión en la sala de juntas.

Una noche, al poner en marcha la grabadora, pudo escuchar lo que había registrado por la mañana. No tuvo ninguna dificultad en reconocer las voces de Helena y de Gavaldá.

Helena era la secretaria de don Pablo, y Gavaldá su asesor externo, un abogado hábil y marrullero que actuaba siempre al límite de la legalidad y que se movía alrededor de los temas turbios con la destreza con la que una anguila lo hace por el cieno. Por esa manera de actuar había sido expedientado en diversas ocasiones por el Colegio de Abogados y una vez había estado al borde de la inhabilitación para ejercer la profesión.

Era un hombre considerablemente grueso que repartía sus más de ciento veinte kilos en un metro setenta de altura. Grasiento, siempre sudoroso, incluso en invierno, vestía ropa muy holgada, debajo de la cual era fácil percibir cómo bailaban sus grasas con cada uno de sus movimientos. Utilizaba cinturón y tirantes para sujetar, en un equilibrio precario, unos pantalones de anchísima cintura, siempre arrugados.

El pelo, largo y grisáceo, peinado hacia atrás y sujeto con una buena dosis de brillantina se descolgaba pegajoso por su nuca y unas largas y anchas patillas trataban inútilmente de disimular sus grandes y flácidas mejillas. Llevaba el cuello de la camisa siempre desabrochado y el nudo de la corbata, ancho y flojo, quedaba siempre medio oculto debajo de su gruesa y colgante papada.

En su cara destacaban unos ojos saltones y húmedos como los de un batracio, de los que el izquierdo miraba al frente con normalidad y el derecho, desorbitado como el ojo de un bóvido asustado, lo hacía a un lado. Hablar con él resultaba muy incómodo porque nunca se sabía con cuál te estaba mirando.

—Tenga la bondad de esperar un momento, señor Gavaldá, don Pablo lo atenderá enseguida. —dijo Helena.

—Después del tiempo que hace que nos conocemos, ¿no te parece que podríamos tutearnos?

—Usted ya lo está haciendo, ¿no?

—¿Te han dicho que estás guapísima esta mañana?

—Usted —insistió en el tratamiento— que me mira con buenos ojos...

Ese «...que me mira con buenos ojos» escondía una buena dosis de ironía, dado el considerable estrabismo de Gavaldá; sin embargo, él no se dio cuenta de la burla, empeñado como estaba en fijar uno de los suyos en lo más profundo del escote de Helena.

—Me gustaría que acortáramos distancias; ya sabes, que aceptaras una invitación para ir a cenar, por ejemplo, que tuviéramos la oportunidad de conocernos más, intimar...

—¡No me diga! —se burló de él, fingiendo sorpresa—. Pero tenga en cuenta que soy una mujer muy lenta para tomar decisiones, igual se cansa de esperar...

—No lo creo. Yo...

Iba a decir algo, pero ella lo interrumpió:

—Y ahora discúlpeme, pero debo avisar a don Pablo que usted ya está aquí. Ya sabe que no le gusta que lo hagan esperar.

Tras una pausa de un par de minutos, en los que Jaime se imaginó a Gavaldá moviéndose arriba y abajo por la sala como una pantera enjaulada, pudo escuchar como ambos individuos se saludaban.

—Bien, sentémonos —dijo don Pablo—. Le he hecho llamar porque tengo dos asuntos que me gustaría comentarle.

—Muy bien, usted dirá...

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora