El vecino de su rellano era el culpable de la interrupción. Un hombre siempre lleno de preguntas y permanentemente necesitado de respuestas.
—Hola. Jaime, perdona que te moleste, ¿sabes quién tiene la llave del cuarto de contadores?
—¡Ay, lo siento mucho, pero no tengo ni idea... —«Ni me importa», pensó— ¿Por qué no se lo preguntas al presidente, supongo que él debe de tenerla?
Aquel hombre era pegajoso como la resina. En cuanto se lo sacó de encima, volvió a lo que verdaderamente le interesaba: seguir escuchando la conversación entre don Pablo y Gavaldá:
—...
—Tal y como me plantea usted las cosas, sólo veo una solución...
Se detuvo durante unos segundos que a Jaime se le hicieron interminables. Después, como si alguien pudiera estar escuchándolos, pareció que su voz se desmayaba al salir de su boca:
—... Que su esposa sufra un accidente...
—¿Un accidente?...
—Sí. Un accidente mortal.
A Jaime se le heló la sangre, no daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿Era posible? ¿Gavaldá le estaba insinuando a don Pablo que su problema se solucionaba con la muerte de su esposa?
—¿Se ha vuelto loco?
—Mire don Pablo, usted me dice que quiere poner fin a su matrimonio, que no quiere perder a Brenda ni a su hija y, por si fuera poco, que el divorcio no le cueste un duro. ¿No le parece que pide mucho? A mi manera de ver, esa partida de ajedrez sólo se gana eliminando a la reina, ¿me entiende? Pero usted es el que tiene la última palabra, usted es el que decide.
—¿Accidente?... ¿De qué clase?
—No creo que debamos entrar en detalles. Da lo mismo que le pequen un tiro o que la atropelle un camión. Debemos permanecer al margen de estos temas y dejarlos en manos de profesionales.
Como mucha gente en la empresa, Jaime no tenía muy buena opinión de Gavaldá. No lo conocía demasiado, pero opinaba que era un hombre cuyo físico era el envoltorio que anunciaba todo lo turbio y sucio que transportaba en su interior. Sin embargo, lo que acababa de oír no podía ser verdad, eso sólo ocurría en las películas, no en la vida real. Tardó en reaccionar.
Otro silencio largo e incómodo, antes de que don Pablo se decidiera a romperlo.
—¿Su consejo es que mi esposa sufra un accidente?
—¡Dios me libre! Me limito a exponerle el problema y la solución. No le digo que haga o deje de hacer. Eso debe decidirlo usted libremente.
Gavaldá era un viejo zorro que escogía las palabras con sumo cuidado y al que era difícil hacerle pisar la trampa, pero pese a su habilidad era incuestionable que aunque no incitaba a la comisión de un delito, al menos lo sugería. Por un momento, Jaime pensó: «¿Cómo reaccionarían estos individuos si supieran que los estoy grabando?».
—Supongamos que me decido por su solución, la más contundente, por llamarla de alguna manera... ¿Qué debería hacer?...
—Déjeme que le puntualice que no es mi solución —una vez más se mostraba precavido—, pero no debería hacer nada, bastaría con que me dijera que sí.
—¿Y ya está?
—Exacto.
—¡Es una locura! Eso me pondría en manos de quien lo perpetrara, estaría a su merced, podría ser objeto de una extorsión continua.
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el peso de la nada
RandomEn esta historia, como si de un cóctel ideal se tratara, el autor mezcla ternura, amor, sexo, ambición, éxito, fracaso, obsesión, temor, angustia, reflexión, trascendencia... ¿El resultado? ¡TE ATRAPARÁ!