Capítulo 13

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Hacía sólo tres días que Rosana había sido enterrada. Era pronto todavía para que Jaime se hubiera repuesto mínimamente de la conmoción que le había producido la noticia de su fallecimiento.

Su muerte le había hecho recapacitar y entender que nuestra vida no deja de ser una huida permanente para evitar el dolor, la enfermedad, la inseguridad, el desamor, el hastío, la soledad, el cansancio, la depresión, el infortunio, las preocupaciones, la inconformidad con lo que somos y toda la serie de males que nos afligen. Esa fuga la hacemos de la mano de las religiones, los adivinos, los echadores de cartas, los ideales políticos, los médicos, los cirujanos estéticos, los psiquiatras, el divorcio, un nuevo amor, la comida, los ansiolíticos, el alcohol y las drogas, entre otras muchas cosas. ¿Y adónde nos lleva esa escapada? A otro estado del que también terminaremos, tarde o temprano, teniendo que escaparnos.

Durante todo ese tiempo, no había dejado de tener presente la tarde en que la enterraron y en lo que pensó, de pie, ante su sepultura, mientras la fina lluvia lo calaba hasta los huesos: «La muerte es la última, gran y definitiva huida». La muerte de Rosana sólo podía explicarse por su desesperada necesidad de escapar de sí misma.

Por las noches, aunque trataba de evitarlo, ella volvía a su pensamiento: se la imaginaba sola, en aquel panteón enorme de la familia, debajo de la pesadísima losa y con la única y fría compañía del ángel protector de mármol. ¡Pobre Rosana!

¡Mediaba tan poco de la vida a la muerte! Parecía imposible que aquello hubiera sucedido, que fuera verdad y no una pesadilla. En una milésima de segundo se pasaba de un estado al otro. Un accidente, una enfermedad, la vejez o, como en el caso de Rosana, un ataque inexplicable contra sí misma bastaban para pasar del ser a la nada, de saber a perder la conciencia de uno mismo.

Pensó que la muerte nos golpea tan duramente porque partimos de la falsa creencia de que nacemos para la vida, cuando la verdad es que lo hacemos para la muerte y que desde el mismo momento en que nos engendran empezamos a morir. En el preciso instante en el que un espermatozoide alcanza un óvulo y deposita en él su carga genética, se abre un tiempo de descuento y nuestro reloj vital resta, no suma, acorta segundo a segundo el tiempo que nos corresponde. Mientras vivimos damos la vida por supuesta, cuando lo único cierto es la muerte.

Pese a esa certeza, nuestra cultura intenta vivir de espaldas a la muerte, es como si ocultándola dejara de existir. Otra manera de huir de la realidad. ¡Y nos sorprendemos de que los avestruces entierren la cabeza en la arena para ignorar el peligro o que tapándoles los ojos a los animales les evitemos el estrés!

Sin aviso de cortesía previo, la puerta de su despacho se abrió: era Helena. Tenía la mala costumbre de entrar en los despachos sin anunciarse previamente con unos toquecitos de aviso en la puerta. Su proximidad y relación con don Pablo le hacía creer que podía obrar como le pareciera.

—Tengo esta carta para ti.

Aquella entrega era un poco inusual porque ella, como secretaria de don Pablo, no tenía entre sus funciones repartir el correo, ya había una persona que se encargaba de ese cometido.

Jaime cogió la carta.

—Gracias.

Miró con curiosidad el anverso del sobre. Observó que la carta no estaba franqueada y que el destinatario estaba escrito a mano. Lo leyó.

«Para Jaime Romá»

Helena permaneció plantada ante él, sin moverse. Cuando Jaime miró el remitente sintió como una corriente eléctrica le recorría la columna vertebral.

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora