Capítulo 4

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Una mañana encontraron al Abu muerto en su cama. Jaime tenía doce años y aquel fue su primer encuentro con la muerte. Al principio, le pareció que su abuelo dormía plácidamente, y también se lo debió de parecer a su madre, empeñada inútilmente en despertarlo. Pero no tardaron en darse cuenta de que no respondía a ningún estímulo y que de su rostro había desaparecido cualquier vestigio de vida.

Cuando fue consciente de que su abuelo había muerto, sintió un dolor intenso y profundo, pero no consiguió llorar.

Avisado por alguien de la familia, el médico del pueblo, después de reconocerlo, certificó lo que ya era obvio para todos: había fallecido.

—¿De qué ha muerto, doctor? —preguntó la madre de Jaime.

—Lo más probable es que haya sido un infarto o un derrame cerebral.

Como si la causa de la muerte añadiera algo más a la propia muerte, la madre de Jaime volvió a llorar.

—¿Ha padecido, doctor?

—Puedo asegurarle que no. Ha tenido la mejor muerte que cabe esperar. Ni ha sufrido ni se ha dado cuenta de nada.

Aunque de manera imprecisa, Jaime intuyó que uno no muere para sí, sino que lo hace para los que viven, pues en el mismo instante en que dejamos de existir también dejamos de percibir que ya no vivimos. Era chocante que los acontecimientos más importantes de nuestra vida —el momento en que fuimos engendrados, el tiempo durante el que fuimos gestados, nacer y morir— sucedieran sin que fuéramos conscientes de que se producían. Pensó que forzosamente debía de ser por alguna razón, pero al no caer en ella, se dijo: «Se lo preguntaré al Abu». ¡Pero eso ya no era posible!

Como por arte de magia, la casa se fue llenando de parientes, de vecinos, de amigos y de gente sorprendida por la noticia.

Jaime, aunque lo necesitaba, seguía sin poder llorar...


Más tarde, en la soledad de su habitación, recordó que en el colegio le habían dicho que el alma era inmortal y que abandonaba el cuerpo en el mismo instante en que uno se moría, pero había una cuestión que no terminaba de entender, por lo que no dejaba de preguntarse: «¿Nos morimos porque el alma se va del cuerpo o es cuando el cuerpo se muere que el alma lo abandona?». A raíz de esa pregunta sin respuesta, recordó una conversación con su abuelo:

»—Abu, ¿dónde tenemos el alma?

»—¿No os lo ha dicho el cura?

»—No se lo hemos preguntado.

Iba a animarlo a que lo hiciera, pero pensó que, seguramente, el cura le diría que el alma, por ser un ente inmaterial, no ocupa ningún lugar, lo cual era no aclarar nada y salirse por la tangente. Así que se señaló la cabeza con el dedo y le dijo:

»—Aquí.

»—¿En la cabeza? —dijo Jaime extrañado. A fuerza de oír que el amor y los sentimientos residían en el corazón, había llegado a pensar que era probable que también fuera allí donde se refugiaba el alma.

Su abuelo enseguida se dio cuenta de que debía ampliar un poco su explicación:

»—En lo que tenemos dentro de la cabeza —y puntualizó—: en el cerebro. Él es el creador de la mente y el soporte de la conciencia y en ésta reside lo que llamamos alma. Es gracias a la conciencia que percibimos que existimos; tenemos una visión de nosotros y de lo que nos rodea; nos reconocemos propietarios de nuestros pensamientos, de nuestros actos y de nuestra afectividad; y anteponemos la voluntad al instinto y la reflexión a la pasión. Pero ese gran logro de la evolución de la especie también es una fuente de angustia y de dolor.

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora