Capítulo 22

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Eran cerca de las nueve y media de la mañana cuando Gavaldá llegó a la oficina acompañado de tres hombres. Helena había prevenido a una de las recepcionistas acerca de esa visita y le había entregado la llave para que les abriera la sala de juntas, así que en cuanto llegaron se dispuso a acompañarlos hasta allí.

La joven, enfundada en unos ajustados tejanos, iba delante de ellos para indicarles el camino. Gavaldá, sin quitar su ojo dislocado de bóvido de las firmes posaderas de la muchacha, le preguntó:

—¿No está Helena?

—No, señor, ha salido de viaje...

—¡Vaya...! —su exclamación reflejó el desencanto por lo que él creyó una ocasión perdida de poder verla, hablar con ella e insistir en su acoso de siempre.

Jaime estuvo muy pendiente todo el tiempo de la llegada de aquellos individuos. Intencionadamente, había dejado la puerta de su despacho entreabierta para poder verlos cuando se dirigieran a la sala de juntas. Esa curiosidad se alimentaba de la intranquilidad que le producía el miedo a ser descubierto.

Cuando finalmente los vio, no le pareció que fueran detectives o policías, sino personas normales y corrientes que podían ser cualquier cosa, pero sin saber por qué no dejaron de intimidarlo. ¿Qué podían llegar a descubrir?

Desaparecieron detrás de la puerta de la sala de juntas y la cerraron. Gavaldá acomodó sus grasas en uno de los sillones y se dedicó a observar el trabajo de los tres hombres.

Lo primero que hicieron fue realizar una inspección ocular concienzuda de toda la sala para hacerse una idea general. Revisaron detenidamente el techo y sus uniones con la pared, las rejillas del aire acondicionado, las paredes, los zócalos, la gruesa alfombra, las lámparas y los teléfonos. No tocaron ningún objeto. Sólo miraron. Terminada la inspección, uno de ellos, se dirigió a Gavaldá.

—Necesitamos una escalera. Mejor dos. Una ha de ser alta para que nos permita llegar al techo.

Gavaldá se acercó al teléfono y llamó a recepción.

—Soy Gavaldá. Necesitamos dos escaleras, una tiene que ser alta.

Pasados unos minutos, una persona de mantenimiento las entró.

Cuando se hubo ido, uno de los detectives se encargó de descolgar todos los cuadros de los presidentes y revisarlos por delante y por detrás, otro desmontó las luces empotradas del techo y las rejillas de salida del aire acondicionado, y el tercero se ocupó del mobiliario.

Pasados cuarenta y cinco minutos, el que se ocupaba del moblaje ya había examinado minuciosamente todos los sillones que rodeaban la mesa ovalada, incluido en el que había estado repantingado Gavaldá. Les había dado la vuelta y para asegurarse de que no contenían nada sospechoso los había palpado uno a uno. Sin dirigirse a nadie en concreto, dijo en voz alta:

—En los sillones no hay nada, están limpios.

Después, sacó una linterna del bolsillo y se introdujo debajo de la mesa. En aquel momento el que se ocupaba de los cuadros anunció:

—En los cuadros no hay nada. ¡Limpios!

Y como si se hubiera contagiado de los demás, el que revisaba las salidas del aire acondicionado informó:

—Tampoco hay nada en el aire acondicionado.

Jaime estaba totalmente convencido de que el equipo que trabajaba en la sala terminaría por encontrar a «Vigilant». Pero ¿por qué lo intranquilizaba que sucediera algo que sabía con certeza que acabaría ocurriendo? No tenía sentido. La inquietud sólo podía entenderse en el caso de que albergara la esperanza de que no lo encontraran, pero él estaba seguro de que acabarían descubriéndolo.

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora