Haberla encontrado después de tantos años y de tanto desearlo, no era el resultado de su determinación, sino del azar; sin embargo, lo que hacía o dejaba de hacer tras aquel encuentro quedaba en el ámbito estricto de su autonomía y responsabilidad. Y no estaba seguro de estar haciendo lo correcto. Por eso el perro negro de la duda se había instalado en su corazón y no conseguía evitar sus dentelladas. ¡Había tenido lo que deseaba tan al alcance de la mano y lo había dejado escapar, aunque fuera por amor! Durante unos días estuvo acariciando la idea de llamarla por teléfono, pero la promesa que le hizo de no hacerlo pudo más que su deseo.
Renunciar a ella, en el momento en que había encontrado un cierto equilibrio emocional, era ponerla a cubierto de sus emociones, no quebrar su bienestar personal que con tanto esfuerzo había conseguido y no turbarla con su acoso. Para Jaime esa renuncia era un dolorosísimo sacrificio personal, la expresión más evidente de que la amaba de verdad y de que estaba dispuesto a anteponer su bien al suyo propio. Pero perder lo que se desea, siempre es causa de dolor. Era por eso que, pese a reconocer el mérito de su conducta, no conseguía extraer de él ningún tipo de consuelo.
Su estado de ánimo fue decayendo durante los meses siguientes y, curiosamente, los viejos fantasmas que habían estado medio adormecidos regresaron: volvió a pensar con más insistencia en su pie, un pie que consideraba deforme, horroroso, trágico, innecesario y que le arruinaba la vida.
En el trabajo, Juan Mendizábal se dio cuenta del abatimiento de su amigo.
—¿No te encuentras bien?
—La verdad es que no ruedo muy fino —no tenía sentido negar lo que era evidente—. Puede que esté algo estresado últimamente...
Juan supo que no decía la verdad, y Jaime supo que Juan sabía que no la decía. Por un momento estuvo a punto de revelarle la verdadera causa, pero en el último instante desistió porque era una historia demasiado personal y complicada. No estaba seguro de que llegara a entenderla.
—¿Estresado o deprimido? —quiso puntualizar.
—Bajo de ánimo.
—¿Por qué no te tomas unos días de descanso?
—No me solucionarían nada...
—Quizá un poco de medicación te iría bien...
—Eso es como matar moscas a cañonazos... No quiero atontarme tomando pastillas.
—Te evitarían el malestar que estás pasando e impedirían que, sea lo que sea lo que te pase, pueda ir a más.
Es curioso, cuando un dolor físico nos aflige enseguida buscamos qué y quién puede aliviarlo, pero cuando lo que nos duele es el alma nos resistimos a ser tratados. ¡Tenemos tanto miedo a descubrir lo que guardamos en ella!
—¿Te acuerdas —insistió Mendizábal— que Verónica tuvo una depresión postparto? Esta doctora la trató de maravilla —y, como quien no quiere la cosa y después de consultar sus contactos en el teléfono móvil, le anotó sus datos en un papel—. Es una persona muy inteligente y profesional.
Jaime no creía padecer una depresión ni tener necesidad de recurrir a un psiquiatra, pero para no hacerle un feo a su amigo recogió la dirección, aunque no tenía ninguna intención de ir; sin embargo, cuando la angustia se le hizo menos tratable, se preocupó, cambió de opinión y llamó para pedir hora. Concluyó que no perdía nada por probar.
Doce días después de haber hablado con Juan Mendizabal, se encontraba delante de la puerta de la consulta de la doctora Gema Andreu, de la que sólo sabía lo que le había contado su amigo: que había tratado a su esposa de maravilla y que era una profesional muy inteligente. Contra toda lógica, el que fuera psiquiatra y mujer no le hacía mucha gracia, por no decir ninguna. ¡Prejuicios!
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el peso de la nada
RandomEn esta historia, como si de un cóctel ideal se tratara, el autor mezcla ternura, amor, sexo, ambición, éxito, fracaso, obsesión, temor, angustia, reflexión, trascendencia... ¿El resultado? ¡TE ATRAPARÁ!