Jaime se sentía incómodo con dos botella de vino y el ramo de flores en las manos mientras esperaba que Juan Mendizabal le abriera la puerta de la calle. Le parecía que ciertas convenciones sociales carecían de sentido y eran tan gratuitas e inútiles como las paradas nupciales de los animales en celo. Seguro que le dirían: «No tenías que traer nada». Eso le era molesto porque formaba parte de la puesta en escena del ritual humano: él tenía que llevar algo, salvo que deseara quedar como un maleducado, y ellos tenían que hacerle saber que no era necesario. No era más sencillo y natural decir: «He traído este vino con la ilusión de compartirlo con vosotros». Y ellos no podían simplemente alegrarse: «¡Oye, qué buen vino, no vamos a dejar ni una gota!».
Cuando entró en la casa todo sucedió conforme a lo que había previsto, con una excepción: cuando le dio el ramo de flores a Verónica, ésta lo abrazó y le dio un beso. «Es precioso». Aquello era mejor, más simple y natural que cien rituales. Claro que, bien pensado, beberse el vino también era una expresión de naturalidad.
La mesa ya estaba puesta, con bastante detalle por cierto, pero ni Juan ni Verónica lo invitaban a sentarse.
—¿Quieres tomar un aperitivo?
Pensó que la cena no estaba a punto, quizá algo terminaba de asarse en el horno. De cualquier forma, él no tenía mucho apetito ni tampoco prisa. Daba la sensación de que estaban esperando algo, pero no sabía qué.
Eran las nueve y veinte cuando sonó el timbre de la puerta. Verónica saltó de la butaca como un resorte.
Tras unos minutos, entró en el salón acompañada de una chica, a la que Jaime le hizo unos veinticinco años más o menos. Juan se levantó y le dio un beso, y Verónica se la presentó.
—Debra, te presento a Jaime Romá, un amigo y compañero de trabajo de Juan —Jaime observó que Verónica, tan detallista en todo, había hecho la presentación como marca la etiqueta: el hombre se presenta a la mujer, no al revés, otra convención—, Debra es una muy buena amiga mía...
Debra y Jaime se aproximaron para saludarse con un beso de los que no añaden ni quitan y decirse los consabidos «hola», «qué tal», «cómo estás», «encantado»...
Después de una conversación breve y superficial, se sentaron a la mesa. Fue entonces cuando Jaime advirtió que había cuatro servicios puestos, cosa en la que no había reparado cuando llegó.
Estaba algo molesto, lo que lo había llevado a no fijarse en lo bonita que era Debra. Le habían preparado una encerrona y eso no le hacía ninguna gracia, pero no podía estar toda la velada haciendo evidente su enfado y malhumor, así que trató de controlarse. Quizá sus anfitriones no habían celestineado para que se conocieran y sólo habían querido matar dos compromisos en una sola velada. Pero Juan se lo podía haber dicho.
Pese a todo, la cena transcurrió en un ambiente tranquilo, con una conversación entretenida y sosegada en la que no se habló de los temas que suelen enconar a la gente: religión, política y, en según qué ambientes, futbol.
Ya en el café, intervino Juan:
—¿A que no aciertas con la profesión de Debra?
—Seguro que no, pero teniendo en cuenta que es amiga de Verónica, diría que bióloga, como ella.
—¡Muy agudo! ¿Pero a qué se dedica?
—No tengo ni idea... —Miró a Debra y pudo ver que la incomodaba ser el centro de atención.
—Trabajo en ingeniería celular —dijo para cerrar aquel concurso de adivinanzas sobre su persona.
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el peso de la nada
RandomEn esta historia, como si de un cóctel ideal se tratara, el autor mezcla ternura, amor, sexo, ambición, éxito, fracaso, obsesión, temor, angustia, reflexión, trascendencia... ¿El resultado? ¡TE ATRAPARÁ!