Capítulo 27

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Dos individuos accedieron al piso para registrarlo, y otro se quedó en el portal vigilando. Habían estudiado las idas y venidas del tío Eusebio y de Amanda y conocían sus horarios. Además de su habilidad y oficio, llevaban un pequeño estuche con un juego de ganzúas y un par de llaves bumping. Pero no necesitaron emplearse muy a fondo porque Amanda, la última siempre en abandonar la casa, tenía la mala costumbre de cerrar la puerta de golpe y con una tarjeta de crédito la abrieron en un santiamén.

Se les había dado un cometido preciso: registrar todo el piso en busca de cualquier cosa que pudiera tener relación con «Vigilant». Para que se hicieran una idea de lo que debían buscar, se les enseñó el aparato espía y se les indicó que interesaba encontrar cualquier material que pudiera tener relación con él: restos de plástico, herramientas de pequeño tamaño, soldadores, transistores, cable o algún trozo de circuito impreso. El requisito exigido era que lo dejaran todo tal y como lo habían encontrado.

Pero por más que rebuscaron no consiguieron encontrar nada de interés porque Jaime, dos o tres días después de haber colocado a «Vigilant» en la mesa de la sala de juntas, se deshizo de todo el material sobrante, tirándolo a un contenedor de basura y trasladó el aparato receptor y grabador a su piso de Sants. En cuanto a las grabaciones de las conversaciones las llevaba siempre consigo en un lápiz USB, debidamente protegido con una contraseña.

Cuando Gavaldá le contó a don Pablo que la búsqueda había sido infructuosa, en su rostro se dibujó una mueca helada de satisfacción. No podía remediarlo, le encantaba tener la razón.

—Así que no han encontrado nada...

—En absoluto. El piso está «limpio». Puede estar seguro.

—Se lo dije, Jaime Romá no es el que puso el aparato espía. Por cierto, si hubiéramos apostado, ahora tendría que pagar —le recalcó con la intención de incomodarlo.

—Pues, sí... —contestó, sin ánimo de defenderse.

—Espero que lo hayan dejado todo tal y como lo encontraron...

—Puede estar tranquilo.

Hablaron sobre la conveniencia de seguir atentos por si surgía alguna pista nueva y de permanecer tranquilos porque, insistió Gavaldá, la persona que había colocado el aparato o se había limitado a escuchar lo que se decía, en cuyo caso no podrían hacer nada desde el punto de vista legal, o lo tenía grabado, y por alguna razón que se les escapaba no le interesaba que se supiera.

Agotado el tema, Gavaldá sacó a escena lo que era su máxima prioridad en aquel momento:

—Necesitaría que me hiciera efectivos los trescientos mil euros que convinimos por lo de su esposa...

—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo se atreve a pedirme eso en este momento?

—Es lo que acordamos...

—También quedamos en que no habría ningún problema, y de momento no hemos dejado de tenerlos...

—Pero no por mi culpa.

La tensión se estaba infiltrando con rapidez entre los dos personajes y amenazaba con ir en aumento.

—¿Cómo puede decir que no es por su culpa?

—Por una razón bien evidente. Yo me hice cargo y me responsabilicé de mi parte, es decir, de que lo de su esposa saliera tal y como lo habíamos previsto . No creo que hayamos tenido ningún tipo de problemas que se deriven de lo que era mi cometido.

—¿Y con eso qué me quiere decir?...

Pues que si había micros en la sala de juntas y grabaron lo que hablamos, no me lo puede achacar a mí...

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora