Capítulo 36

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Tomarse unas pequeñas vacaciones, tal y como le había recomendado Juan Mendizabal, no era tan mala idea. Además, no tenía que preocuparse por nada, su amigo se había ofrecido a organizárselo todo.

—Pero ¿en qué lugar estás pensando?

—Deja que sea una sorpresa, confía en mí. Te gustará.

—Que no esté muy lejos.

—Lo necesario para que te alejes de verdad de las tensiones y de los problemas...


Unos días después, cuando Juan Mendizabal le explicó que el lugar que le había elegido se hallaba a unos kilómetros de Zurich, se le cayó el alma a los pies.

—Un poco lejos, ¿no?...

—¡Qué va! Algo menos de dos horas en avión. En el aeropuerto te estarán esperando para llevarte a un hotel-balneario que está cerca de los Alpes —dijo, pero sin revelarle que se hallaba a unos 150 kilómetros de la ciudad.

—Sigo pensando que es un poco lejos...

—Cambiar de país, gente, idioma, comida y costumbres te ayudará a desconectar y a librarte de tus rutinas; además, hoy en día, para encontrar poca gente y tranquilidad tienes que alejarte de los núcleos urbanos.

Juan había puesto tanta ilusión en organizarle esa escapada que no se atrevió a reprocharle nada. Al fin y al cabo, unos días de descanso absoluto, tal y como le había pedido, le podían sentar muy bien. Necesitaba tiempo para relajarse, dormir, pasear, leer y, sobre todo, para pensar en cómo enfocar su vida y dejar atrás todo lo que lo atormentaba.

Sin darse cuenta se dejó llevar por una ensoñación: se vio llamando por teléfono a Amanda para proponerle que hicieran juntos el viaje; ella, al principio, le decía que no podía ser y aducía mil excusas, compromisos y deberes, pero él los iba desmontando hasta vencer su resistencia. Cuando eso ocurría, ella le confesaba que lo amaba, que nunca lo había olvidado y que no le importaba dejarlo todo porque sólo él era lo más importante de su vida. Cuando las imágenes de aquel ensueño se apagaron lo invadió un profundo dolor, el de verse a sí mismo en toda su triste realidad y pobreza.


Dos semanas más tarde salió de viaje para instalarse en un balneario de los Alpes. Creyó que allí, lejos de todo, conseguiría relajarse y airear su mente que, durante tanto tiempo, había permanecido cerrada a cal y canto, prisionera de una sola voluntad y de un único deseo.

El impulso que le dio la decisión de hacer una pausa en el camino consiguió que se sintiera mejor. Todo ayudaba: la novedad, las vistas impresionantes e inacabables, las enormes montañas, la discreción y el confort del hotel, la buena cocina, pero sobre todo el convencimiento de que a partir de aquel momento todo iba a mejorar.

Se había llevado un par de libros, algo de ropa de abrigo porque por las noches podía refrescar y poca cosa más, salvo su tarjeta de crédito. Su intención era descansar, desayunar en la habitación, leer la prensa hasta tarde, dar un paseo por los alrededores hasta la hora de almorzar, leer, no cenar tarde, hacer una visita al bar, y recogerse pronto. Estaba dispuesto incluso a aburrirse, cosa que no hacía en muchos años.

Llegó al hotel por la tarde. Su habitación era generosa de medidas y confortable. Desde una amplia ventana podía ver la enorme cadena de montañas que se engarzaban alrededor del valle y detrás de ellas el fuego rojizo del atardecer. Colocó sus cosas y leyó un poco mientras esperaba la hora de la cena.

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora