Don Pablo y Gavaldá habían llegado a la conclusión de que sólo cabía contemplar dos escenarios posibles y sus consecuencias respectivas: uno, el que había colocado el aparato espía se había limitado a escuchar las conversaciones; dos, además de escucharlas también las había grabado. En el primer caso, sólo tenía contra ellos su palabra, pero si las había registrado, contaba con una prueba importante y les podía poner las cosas muy difíciles. Por eso era primordial averiguar quién había sido y tratar de llegar hasta él tirando del hilo del aparato espía. Si lo conseguían, no sería difícil coserle la boca y eliminar las pruebas que pudiera tener contra ellos, si bien localizar al autor del anónimo no era sencillo.
—Creo que no sería una mala idea que alguien de la empresa le diera un vistazo a la maldita caja.
—Sin duda, Gavaldá, pero qué pasa si descubre más de lo que nos interesa que sepa?
—¿Qué quiere decir exactamente?
—Pues, eso, que llegue a tener acceso a lo que esa dichosa caja contiene.
—Se trata de que lo analice en nuestra presencia. Si piensa que no es posible llegar hasta el receptor, lo dejamos. Si dice que lo es, estudiamos qué hacemos y cómo.
—Me parece razonable. ¿A quién se lo decimos?
—Creo que usted, don Pablo, ha de saberlo mucho mejor que yo.
—¿No le parece que lo más indicado es que nos apoyemos en el departamento de electrónica?
Gavaldá asintió con la cabeza, y don Pablo descolgó el teléfono.
—Helena, dígale a Epiluz que venga.
—Se ha tomado unos días de vacaciones.
—¡Vaya! ¿Cuándo regresa?
—El lunes de la semana que viene.
Aquello era demasiado tiempo para la impaciencia que lo devoraba. Colgó el teléfono.
—¡Ese Epiluz de las narices no está nunca cuando se lo necesita!... Pero, bien pensado, es una suerte que esté de viaje. Me gusta más Jaime Romá, su segundo, lo veo mucho más preparado y es más directo, no se va por las ramas como él. Además su especialidad es la nanotecnología. ¡Cómo no se me había ocurrido!
Volvió a descolgar el teléfono.
—Helena, dígale a Jaime Romá que venga.
Tras unos minutos, Jaime acudió a la llamada de don Pablo. En cuanto entró en el despacho, pudo observar que encima de su mesa se encontraba el pequeño «Vigilant», la ventosa y las cuatro chincheta, y que don Pablo y Gavaldá lo miraban de una manera que se le antojó inquisitiva. Creyó que sus peores temores se habían hecho realidad y pensó que lo habían descubierto. Una sensación de vacío ascendió desde su estómago hasta su lengua, secándosela con el sabor amargo del miedo. Pero no le quedaba más remedio que aguantar y afrontar lo que se le avecinaba.
—Siéntese, Jaime, siéntese —su forma de hablarle era conciliadora, pero de don Pablo podía esperarse cualquier cosa—. Creo que ya conoce al señor Gavaldá.
—Sí, señor —dijo, al tiempo que pensaba que el abogado se encontraba allí para colaborar en el tercer grado al que iban a someterlo.
Jaime hizo un esfuerzo para disimular el temblor de sus manos, apoyándolas encima de sus rodillas.
—Debo advertirle que este tema es confidencial. No sé cuánto sabe el personal sobre él. Me consta que en las organizaciones, y la nuestra no es una excepción, las noticias corren más que los guepardos, pero de lo que se hable aquí, entre nosotros, no debe trascender nada. ¿Lo ha entendido?
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el peso de la nada
RandomEn esta historia, como si de un cóctel ideal se tratara, el autor mezcla ternura, amor, sexo, ambición, éxito, fracaso, obsesión, temor, angustia, reflexión, trascendencia... ¿El resultado? ¡TE ATRAPARÁ!