Capítulo 38

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Cuando su tío falleció Jaime siguió ocupando el piso en el que había vivido desde que se traslado a Barcelona para estudiar en la universidad. En esa decisión influía su abulia y falta de ilusión para introducir cambios materiales en su vida, pero no tardó en darse cuenta de que entre las paredes de aquella casa se asfixiaba.

Después de tantos años, aunque el piso era bonito, había envejecido: el mobiliario tenía la robustez de otra época, le faltaba luminosidad, la cocina y los baños precisaban una reforma integral, el suelo de madera debía renovarse, había que quitar el papel de las paredes y substituir las ventanas de madera por otras de aluminio. Nada de lo que había en aquella casa era suyo ni de su agrado.

Además, le daba reparo dormir en su habitación o en la de su tío porque, inevitablemente, le evocaba imágenes de los momentos apasionados que había vivido con Amanda.

—Esos recuerdos me duelen —le comentó un día a la doctora Andreu.

—Por eso es conveniente dejar atrás ciertas etapas de nuestra vida, absorberlas, superarlas y negarse a vivir sometidos al recuerdo de un pasado del que nos conviene alejarnos. No mirar atrás para no correr el riesgo de convertirnos en estatuas de sal.

—¿Estatuas de sal? No entiendo qué quiere decir.

—Es una alegoría. Según la Biblia, Lot fue avisado por un ángel de que Dios iba a destruir Sodoma y Gomorra para que huyera con su familia. Le previno de que no miraran atrás, pero su mujer, Edith, no pudo vencer la tentación de ver lo que ocurría a sus espaldas, volvió la vista atrás y al instante quedó convertida en estatua de sal. Con ello he querido decir que mirar insistentemente al pasado puede llegar a inmovilizarnos.

—Entiendo. El problema está en cómo liberarme de ese pasado y cómo dejar de mirar atrás.

—¿Qué le parece mirando adelante y llenando el presente con nuevas vivencias que merezcan la pena?

—¿No cree que suena muy impreciso?

La doctora no respondió a su pregunta, pero le hizo otra:

—¿No ha contemplado la posibilidad de cambiar de vivienda, por ejemplo?...

Aquella última pregunta le hizo reparar en que nunca se le había pasado por la cabeza irse a vivir a otra parte. Debía reconocer que no era una idea descabellada. ¿Qué le impedía hacerlo? ¡Al menos escaparía de aquel piso cargado de años y de recuerdos!

Seguía manteniendo el pequeño apartamento, de no más de treinta metros cuadrados, que alquiló en Sants cuando empezó a trabajar y en el que guardaba algunas de sus cosas. Le servía de refugio para mantener determinados encuentros y, en su día, había alojado el equipo de recepción y grabación de «Vigilant», pero que no reunía las condiciones mínimas para trasladarse a vivir allí.

Pensó en comprarse un buen piso, tenía recursos suficientes para ello, pero decidió no hacerlo porque no deseaba atarse a nada. Visitó media docena de viviendas en alquiler y finalmente se decidió por un ático de unos ochenta metros cuadrados en la zona alta, desde cuya amplia terraza se veía el mar. Aunque la vivienda se hallaba en perfecto estado, pidió permiso a la propiedad para hacer unas obras de mejora para adaptarla mejor a sus necesidades y gustos. Toda aquella actividad desconocida le supuso una distracción y un componente de ilusión.

Al comentarle a Juan Mendizábal que había alquilado un piso y que carecía de experiencia en lo que él llamaba «cuestiones ornamentales», éste le aconsejó que contactara con un decorador y, puestos a ello, le recomendó un gabinete de arquitectura que había hecho varios trabajos para la oficina.

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora