Capítulo 10

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Aunque le quedaba un poco lejos de la oficina, Jaime almorzaba casi todos los días en el mismo restaurante. Le gustaba porque era limpio, le guardaban siempre la misma mesa, el menú era variado, no era frecuentado por personal de la oficina y lo obligaba a un pequeño paseo de ida y vuelta.

Juan Mendizábal lo hacía habitualmente en su casa, pero dos o tres veces al mes procuraba hacerlo con Jaime. Aprovechaban ese tiempo para hablar de los proyectos que llevaban en sus departamentos, pero también para comentar cuestiones referentes a la empresa, de manera que entre plato y plato desfilaban por el mantel sus jefes, la organización, la política de recursos humanos, la dirección general y las actitudes y comportamientos de algunos de sus compañeros.

Aunque en menor medida, la conversación también giraba en torno a la política, la religión o, más raramente, a cuestiones de su vida particular. Por lo general, era Juan quien más lo hacía, aunque casi siempre eran cosas sin importancia: «...El domingo estuvimos con los niños en el Tibidabo. ¡Se lo pasaron bomba! Aquello está muy cambiado...». «Mi mujer lo está pasando muy mal con la migraña...» o «Mi suegro quiere que vayamos todos a Salou por Semana Santa, y no te imaginas la paliza que me da tener que aguantarlo a él y a mis cuñados...».

Jaime era consciente de que no tenía para contar nada parecido porque su vida familiar, reducida a convivir con su tío, era prácticamente inexistente. En ocasiones, Mendizábal le preguntaba cómo le iba con la chica que ocupaba su vida en aquel momento, y él se lo comentaba muy por encima, siempre procuraba no ser muy explícito.

Juan se había casado muy joven con Verónica, su novia desde los dieciséis años, y su experiencia en temas amorosos era escasa, por no decir nula; por eso, la vida sentimental de Jaime, tan variada, intensa, inconstante y llena de sorpresas le producía una gran curiosidad. No la deseaba, pero quería llegar a entender de qué manera aquel constante entrar y salir de mujeres en la vida de Jaime podía llegar a convertirse en el objetivo vital de su amigo.

A Jaime, la estabilidad sentimental de Juan, su matrimonio, su vida familiar, su compromiso, el amor por su mujer y sus hijos y una vida tan diametralmente opuesta a la suya, le hacía pensar que con el tiempo la estación término de todo aquello debía de ser forzosamente el hastío.

—¿Cómo te va con la chica que estabas saliendo últimamente? Hace tiempo que no me cuentas nada de ella. Me dijiste que era muy mona.

Jaime guardó un pequeño silencio antes de contestar.

—Ya no estamos juntos...

—¡No me digas! ¿Desde cuándo?...

—No hace mucho, unas semanas...

—¡Caramba, lo siento! ¿Y qué os ha pasado?

Juan era de las pocas personas a quien le hablaba de sus temas íntimos, aunque sólo de algunos y muy superficialmente. Lo hacía porque confiaba en su discreción y porque no le criticaba sus hazañas, pero tampoco se las alababa.

—Lo de siempre...

—Lo que te pasa es que no has encontrado a la persona adecuada, no te has enamorado de verdad... Verónica y yo casi nunca discutimos, y cuando lo hacemos es por cosas sin importancia, que si el cuadro aquí o allá, que si los niños esto o lo otro, que si tu padre, que si tu hermano... Los enfados nos duran muy poco, como mucho por la noche ya hemos hecho las paces. Creo que sería incapaz de irme a dormir estando enfadado con ella. Cuando dudo si dar o no el primer paso para hacer las paces, pienso: «Si se muriera esta noche, nunca en la vida podría perdonarme que no nos hubiéramos reconciliado».

—¡Hombre, francamente, eso me parece una tontería!...

—Ya, pero, tontada o no, es lo que pienso. También creo que si me muriera yo, la que no podría perdonarse sería ella.

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora