Capítulo 23

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Gavaldá llevaba toda la tarde estudiando la documentación de un caso, cuya vista iba a celebrarse en un par de días. Siempre dejaba para el último momento la preparación de los temas que llevaba entre manos porque sabía que la presión por llegar a tiempo, aunque fuera in extremis, lo obligaba a concentrarse y a trabajar intensamente, sin excusas de ningún tipo, a destajo, es decir, sin pausa y con prisa.

Cada vez que pasaba dos o tres hojas de la documentación que estaba revisando, se acercaba un vaso chato y macizo a los labios y daba un sorbo largo que contribuía a bajar el nivel del whisky que contenía, pero que enseguida lo restablecía a expensas de la botella. No era extraño que en una tarde de trabajo tumbara una de ellas.

A medida que leía, con un lápiz iluminador marcaba en amarillo lo que consideraba más interesante y en color naranja aquello sobre lo que su pasante debía investigar y aportar documentación legal, sentencias y jurisprudencia. En el tiempo que daba cuenta de una botella de licor pintarrajeaba dos o tres centenares de hojas o un sumario entero.

Sin previo aviso, la puerta de su despacho se abrió y entró Charo, su secretaria, una mujerona de mediana edad, guapetona, morena, de ojos verdes, vestir extremado y pecho generoso. A primera vista, destacaba en ella un atractivo poco refinado y unos aires entre facilona y perdonavidas, pero a medida que se la conocía, su misterio se desvanecía como un perfume barato. De ella decía Gavaldá: «Se trata de un ser simple, pero útil, en todos los sentidos de la palabra».

Hacía unos siete años que Gavaldá la había defendido con éxito de un delito importante por el que podría haber pasado en la cárcel una buena parte del resto de su vida.

Charo era muy joven cuando tuvo su primera relación seria con un hombre bastante mayor que ella y del que estuvo locamente enamorada, pero que la hizo tremendamente desgraciada y le arruinó la vida. Muy pronto conoció el sabor de las estrecheces económicas y los maltratos de todo tipo, alternados con ruegos de perdón, lágrimas y promesas de cambio que nunca llegaban. Pero ella era de las que estaban convencidas de que el sufrimiento forma parte del amor y que ambos son inseparables.

Incapaz de dejarlo o denunciarlo, en parte por amor y en parte por miedo, tuvo la suerte de que fuera su compañero sentimental el que tomara la decisión de abandonarla, a raíz de haber conocido a una turista algo mayor y algo ricachona con la que se fue al extranjero.

Su expareja nunca tuvo un trabajo estable, era ella la que con el suyo aportaba un dinero que en gran medida se destinaba a cubrir los caprichos y vicios de él. Pese a quedarse sola con un niño de cinco años, podría decirse que su situación económica mejoró porque a fuerza de limpiar casas y escaleras, consiguió saldar las deudas pendientes y, aunque con algunos equilibrios, llegar siempre a fin de mes.

Pasado un tiempo, como por desgracia suele sucederles a algunas personas, Charo salió de un barrizal sentimental para meterse en otro, aunque diferente: conoció a un hombre del que también se enamoró. Era de un guapetón algo macarra, estaba divorciado, siempre llevaba mucho dinero encima, conducía un buen coche y vivía en una buena casa de alquiler. Le decía que se dedicaba a negocios de compra-venta y le prometió que a su lado tendría una vida lujosa y feliz. Ella creyó sus promesas, ¡tenía tanta necesidad de hacerlo, ansiaba tanto ser feliz!

No era un hombre violento, pero sí inseguro, celoso y posesivo. Cuando iba con ella por la calle, no le gustaba que la miraran, controlaba su manera de vestir y la hacía responsable del interés que despertaba en los hombres, pero a Charo el comportamiento de su pareja no le producía ninguna alarma porque creía que el control y los celos eran la manera que él tenía de expresar su amor por ella.

el peso de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora