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Por la noche me desahogo con Margot en la cama y dormimos abrazadas como cuando éramos pequeñas. A las cuatro de la mañana he empezado a temblar en la cama y me han vuelto las ganas de llorar, pero no me he permitido hacerlo por no despertar a Margot. Aunque cuando se ha despertado estaba más pendiente de mí que de vestirse para ir a clase.

—Tienes fiebre —me ha dicho, y después ha corrido a llamar a papá y a los abuelos.

Me he sentido como una de esas estatuas a la que la gente mira con rareza y examina. Estaba tumbada en la cama y enredada en mis sábanas mientras ellos me miraban. La abuela ha comunicado en alto, después de tomarme la temperatura, que lo mejor sería que me quedara en casa hoy.

Estoy sentada en mi escritorio con una manta echada por los hombros y una taza de café caliente al lado. Sin embargo no estoy haciendo nada. He encendido el ordenador y sólo estoy mirando la pantalla con el puntero señalando intermitentemente la primera línea del blog. Pero no soy capaz de escribir nada aunque tengo temas: Nora y sus insultos a una chica de quince años; algo sobre el baile; las notas amenazantes que le caen en la mochila o entre las rendijas de la taquilla a Roger Bou. Entonces empiezo a escribir y pienso en Noah. No me dijo que lo dejáramos, seguimos juntos, sólo tengo que encontrar el momento de pillarlo por banda y explicarle todo.

—Cariño, ¿te encuentras mejor?

Cuando la abuela entra en mi habitación y se sienta a mi lado siento real miedo. No de ella, pero sí de que diga algo sobre que a mamá la gustaría escuchar mis problemas o cuidarme, y que no aguante a que salga del cuarto para llorar.

Agito la cabeza afirmando.

—Estoy mejor, gracias, abuela.

—No lo digo por tu fiebre. Lo pregunto por tu corazón.

Subo la cabeza de la taza de café a la cara de la abuela. Se parece mucho a mamá, creo, ni siquier tenemos una foto reciente de ella.

—¿Se nos escuchó desde el salón? —pregunto con temor.

No responde y asumo que es un sí. Chase, el abuelo, Margot... ya lo sabía antes de que se lo contara yo.

—Eres una buena chica, Sierra. Pero no a todas las personas buenas les pasan cosas buenas.

Eso lo tengo. El más claro ejemplo, para mi, era mamá. Era buena madre, buena esposa, buena hija, buena amiga... era buena en todo y no se merece la enfermedad que tiene.

—¿A qué te refieres?

La abuela acercó su silla a mi lado y me frotó la espalda con afecto.

—A que esto tenía que pasar. Son cosas necesarias en la vida para aprender.

—Yo no besé a Wes, abuela. Lo juro.

Siento que empiezo a encogerme, me siento fatal por hacer sentir a Noah que lo he engañado, y por si fuera poco creo que he perdido un amigo. Wesley me ha bloqueado en todas las redes sociales.

Podría bajar, cruzar el jardín y llamar a su puerta, pero siento que la respuesta que busco ya me la sé. Wes estaba celoso.

—Y te creo, Sierra. ¿Sabes qué lección estás aprendiendo?

—No, pero entiendo que debí haberle contado a Noah que Wes me besó. Aunque fuera antes de que empezáramos a salir juntos.

—No debías hacerlo Sierra. No pienses así.

Sé que aquel beso no fue importante, pero sí debí contarle a Noah sobre la insistencia de Wes y lo que siente hacia mí. Ese fue mi fallo y tengo que arreglarlo.

El rincón de MillardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora