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El blanco de la pared, cerca del pequeño escritorio, cada día se esparcía más y más al resto de la habitación, como si de una infección se tratase. Tanto que estaba rozando la ventana de arriba de la cabecera de la cama, ocultando un azul intenso original de las paredes. Eran formas geométricas en su mayoría; trozos de papel de diferentes tamaños llenos de dibujos a lápiz, algunos más elaborados que otros.

Entre ese blanco y negro, algunos tenían color: un basilisco argentino, un paisaje veneciano a acuarela, una calle larga que parecían los Campos Elíseos parisinos y una costa de Málaga. Todas se estaban perdiendo debajo de nuevos bocetos. Porque parecía que estaba decido a seguir invadiendo el resto de las paredes, pues la  mesa estaba llena de hojas de papel, lápices y mas bocetos, ocultando un par de fotos enmarcadas y libros.

Pero sobre todo ese desastre, una pequeña cesta de mimbre, en la que había hilo de torzal negro y un acerico lleno de agujas de ese calibre, sobresalía al borde de la mesa. Había encontrado una nueva forma de dibujar.

Sentado a lo indio encima de su cobertor Diego, que había ganado peso durante el último año, lo suficiente para no parecer más un fideo, estaba concentrado en cada puntada que daba. Había aprendido a bordar hace un par de años en Francia, durante el verano previo a entrar a cuarto de ESO y despedirse de su madre. Aprendió a bordar cosas simples como ramos de flores, que no eran más que un par de largas puntadas rematadas y puntadas tipo rococó que emulaban los brotes, o cómo en esa mañana, gatos.

Diego amaba a los gatos, tanto que los bordaba en sus playeras blancas para darles un toque personal. Este que bordaba, poco antes de que saliera por completo el sol, había nacido luego de jugar Metal Slug y se estaba aferrando con sus garras a la bolsa de parche de su playera porque un ovni intentaba llevárselo.

Estaba tan distraído que cuando la alarma de su móvil sonó pegó un brinco en su lugar, soltando una risa antes de dar la última puntada. La contempló antes de ponerse de pie para pasarle un poco de vapor. Se giró para ver a Milo tumbado en los pies de su cama y se la mostró.

-¿Te gusta? Tiene la misma cicatriz que tú... -señalando la pata que había bordado.

Pero su gato gris pardo no le prestó demasiada atención y simplemente siguió mirando hacia el otro lado de la cama. Diego lo alzó en sus brazos sólo para molestarlo un poco, con cuidado para que no rasguñara su pecho desnudo. Lo puso de nuevo en su cama para ponerse la playera, seguida por una camisa negra, un par de tallas por encima de la suya, que usaba para contrarrestar sus piernas delgadas, pero que causaban el efecto contrario. Remataba su look con unas botas altas color café en las que metía sus pitillos negros haciéndolo sentirse cómodo.

Por último, cogió su boina francesa y sus gafas doradas saliendo de su habitación, no sin antes coger su portafolio lleno de hojas de papel y lápices de colores y mete también sus gafas de sol. El sol de la mañana no era gran problema para sus ojos azul éter, pero por la tarde podía causarle una tremenda jaqueca si no los usaba.

Su padre creía que vestía demasiado oscuro para ser hijo de una mujer que había jugado por años a ser hippie y su madre pensaba que era demasiado cohibido para la galanura que su padre le había heredado. Sin embargo, ambas cosas se mezclaban dando como resultado una mirada dulce y una personalidad adorable que metían en problemas a un chico sumamente introvertido.

-Buenas -dijo entrando en la cocina.

-¿De nuevo negro? -preguntó su padre aceptando el beso en la cabeza y sometiendo a su hijo sentarse a su lado.

-Me gusta y hoy todo mundo lo lleva, se ha vuelto un uniforme -respondió sin más tomando el zumo que su padre había preparado.

-Por lo menos te has cambiado el resto, ¿no?

Detrás del caleidoscopio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora