Rayones y cicatrices

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Habían pasado tan sólo un par de días, ¿cómo todo eso pesaba lo suficiente como para comprar una llave a su vida? Pero la verdad era que había conocido a tantos chicos, unos como amigos y otros como affaire, pero ninguno como Dani. A nadie había visto con tanta admiración y adoración como a él, ni nadie se había interesado por su persona, sus gustos y extravagancias, más que por lo que sabía hacer.

Como la tarde en que habían quedado en el piso de Dani, este no le preguntó dónde había aprendido a cocinar, sólo se limitó a disfrutar el salmón que había preparado con una ensalada con queso de cabra, frutos secos y fresas. Pero, ahora que lo pensaba a lo mejor tampoco era algo difícil de hacer...

Tampoco había conocido a alguien tan pelota como él y eso le gustaba. Nadie le había hecho reír tanto como él y a cambio Dani recibía de Diego un cariño inusitado. No era meloso en ningún aspecto; era divertido y con él podía hacer cosas que con nadie más. Podían un día charlar de temas sin gran trascendencia por horas y pasar dos días en silencio. Podían estar sentados uno a la vera del otro sin decirse nada, algo que muy pocos logran soportar.

Pero esa tarde era especial, Dani sentía la mano de Diego guiándolo por su calle para entrar en su piso. Era la segunda persona que entraba ahí y estaba nervioso. Cuando entró su padre no se preocupó por nada; cuando se lo mostró a Pablo lo único que dijo fue que era increíble todo lo que hacía sin indagar en nada. Sin embargo, Diego estaba seguro de que Dani haría un montón de preguntas, indagaría en cualquier dibujo que le llamara la atención. Pero aún así lo hizo.

Abrió la puerta de su piso y dejó entrar a Dani.

-¡Milo! -fue lo primero que dijo al entrar en el piso y ver al gato de Diego montado en el respaldo del sofá. Aquel gato, le vio e ignoró sin ningún tipo de problema. Sin embargo, no escapó cuando este decido acercarse a acariciarle.

-No es tan pequeño como para que solo tengas ese arbolito -dijo mirando la miniatura que ocupaba una esquina entre el librero y la otomana.

-Lo sé. Pero... -ahí estaba la primera confesión -, no solíamos estar más de dos años en una casa, así que no podíamos conservar adornos.

-Ya. Bueno -admitió mirando a su alrededor -, cuando encontréis la casa perfecta me tendrás aquí con un montón de cajas que guardo en una habitación en casa de mis padres.

Ambos rieron. Dani no vacilaba con aquella afirmación y Diego lo sabía y le gustaba mucho que fuera Dani quien pensara en un futuro juntos, ya que a él le parecía un sueño infantil, pero oírlo de él lo volvía tan verdadero como para hacerlo realidad.

-Bueno -mirando a su alrededor y acomodando su ropa -, ven. Quiero mostrarte algo.

Dani bajó a Milo y siguió igual de serio a Diego, quien le abrió la puerta a su habitación. Miró las paredes llenas de papeles blancos y se fue acercando a ellos. Milo les siguió y se subió a la cama de Diego y se quedó en una esquina. Dani repasó cada uno en silencio, sin soltar la mano de Diego que intentaba no mover su pie con desesperación, quería que dijera algo, cualquier expresión lo calmaría un poco, pero no ocurrió.

Dani pronto notó un par de detalles en los dibujos: primero notó un patrón, ningún dibujo estaba puesto aleatoriamente, aunque Diego no lo supiera a ciencia cierta; segundo, habían tres tipos de dibujos: terminados con un detalle tan exacto como real, acuarelas y por último bocetos. Estos últimos le hicieron recordar esa tarde en el Retiro, una escena que no tardó en encontrar en la esquina inferior de la ventana, que daba a los pies de su cama, encima de una acuarela. Sonrió y por fin tuvo algo que decir luego de mirar el techo.

-¿Por qué el techo está vacío?

Diego se quedó en blanco, como el techo. Algo que hizo que Dani se acercara y le abrazara con la excusa de darle un beso.

Detrás del caleidoscopio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora