Murallas altas

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Dani despertó pasado el mediodía. Miró su móvil tan pronto abrir los ojos y ponerse en el borde de la cama, esperando algún mensaje de disculpa o con una explicación del motivo por la cual Diego había abandonado sin más la fiesta a la que le había invitado, pero nada. Ni un solo mensaje había ahí.

Preparó el desayuno sin pretensión alguna, ignorando el factor tiempo y se detuvo a mirar por la ventana mientras Lou comía. ¿Y si había hecho algo malo? No, Diego no era de ese tipo de chicos que le gustaba jugar a eso. Tal vez se había quedado dormido porque se había ido a otro sitio... no. No dejar volar su imaginación. Nada de lo que pensara sería verdad.

Miró a su alrededor y suspiró. La decoración lo hacía sentir satisfecho y lo hizo sonreír, había preparado un regalo para Diego y se lo daría en navidad; le invitaría diciéndole que Papá Noel le había dejado algo en su casa.

A mediodía se preparó para salir a por la compra y le envió un mensaje para ver si quedaban pero no recibió respuesta. Preparó la cena, miró un poco de TV y esperó una respuesta que no llegó. Por la noche antes de dormir insistió una última vez, no lo cogía.

Entonces si se preocupó. Y volvió a experimentar esa horrible sensación que la oscuridad le provocaba: dudas y angustia de su forma de ser. Las voces que llenaban ese vacío de duda con frases que le dejaban claro que jamás nadie sentiría amor por él o que no era suficiente para nadie.

Habían llegado a la casa de Antón en Beniferri, un pequeño pueblo lejos del centro de Valencia. No estaba tan lejos del instituto ni de la calle en la que habían vivido Antón y Diego que él y Pablo pasearon por sus calles hasta descansar bajo la sombra de los árboles.

-Aquí fui muy feliz -dijo sentado en un banco del parque que había entre las dos casas, donde las palmeras desaparecían y se volvía más ligera la sensación cálida del ambiente. Claro que a las ocho de la tarde el fresco era quien movía los árboles un poco. Diego estaba ahí disfrutando del clima, que siempre le resultaba bueno a pesar del fresco que comenzaba a hacer.

-¿Lo fuiste? -interrumpió Pablo con una expresión escéptica.

-Aunque te cueste creerlo -admitió sonriendo, ocultando su mirada detrás de sus gafas -. Aquí fue donde pude sentir que era normal; aquí estuve con chicos de mi edad, tuve un par de amigos y... un chico malo que hizo sentirme como el resto.

-¡Cómo dices eso! -dijo sorprendido de que lo dijera de manera sincera.

-Porque... siempre a donde iba me trataban de forma especial o como un adulto. Y aquí los chicos de mi edad no lo hacían, es más casi que me ignoraban -respiró profundo y terminó de decir -: supuse que eso le debía pasar a personas de nuestra edad.

Hubo un gran silencio. Pablo estaba avergonzado en más de una forma. Estaba tan asombrado por la forma en que Diego afrontaba todo lo que había pasado que se sentía mal por no hacer lo mismo. Tampoco le agradaba que Diego dijera que había sido un chico malo, porque... si lo era, ¿por qué era bueno ahora con él?

-Lo siento -fue lo único que pudo decir.

-Yo no -dijo con honestidad -. Para mi fue un juego, una forma de aprender a no tomarme las cosas tan personales.

-No te creo.

-Las palabras de un adulto son mucho más hirientes. Cuando éramos niños decíamos las cosas sin pensarlo, las sentíamos y los sentimientos son tan inestables como imprecisos y pasajeros, que nadie debería culparte por no pensar en lo que dices. Pero cuando eres adulto, tienes esa posibilidad de pensar antes de decir nada, porque sabes lo que dices. Venga -dijo poniéndose de pie de un salto -, tenemos que irnos a preparar para el gran evento.

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