Caja de chocolates

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Llegó el lunes y con ello volver a la universidad. Luego de la ducha Diego miró su reflejo y se subió en la báscula que tenía debajo del mueble del baño. Había perdido tres kilos en una semana y media. Así que cuando se intentó vestir con su ropa de diario, notó que le quedaba holgada, por desgracia, no era la primera vez, por lo que conservaba sus prendas súper ajustadas que alargaban más su figura. Así que buscó algo con lo que lograra reflejar capacidad. La acción de Dani lo hacía sentirse un inútil incapaz de hacer nada por sí mismo que no quería hacerlo evidente.

Dejó de lado los pantalones cortos y las bermudas y volvió a los pitillos negros pero dejó de lado las camisas holgadas y se decantó por una playera cuello de cisne azul oscuro que tenía debajo de todas las playeras blancas. Miró por la ventana y vio el frío que hacía. Quiso buscar algo más abrigador que su abrigo de primavera. Cuando se dio la vuelta, se tropezó con la caja sin abrir que había dejado a un lado de su armario la noche anterior, vertiendo su contenido en el suelo. De ahí salieron una bolsa con un abrigo y una caja metálica más pequeña. La que levantó primero y sonrió al haber acertado en hacerlo.

En ella había un montón de detalles tan insignificantes como para caber en una cajita metálica de chocolates, pero tan importantes e inolvidables como para hacer sonreír a Diego. Entradas de cine en francés, pulseras y recortes de revistas de chicos que le habían parecido guapos y un par de fotos. En el fondo, una foto tan vergonzosa para Diego como uno de los recuerdos de su valentía más palpables. Estaba debajo del brazo de un chico extremadamente guapo y muy mayor para ese Diego de doce años que lo hizo sonreír.

Y es que cuando conoció a Santiago toda su existencia se puso en duda. Había sido el chico más guapo que jamas había visto: con el cabello moreno corto y al mismo alborotado, un mentón tan cuadrado que parecía el mismísimo Hércules. A esa edad le pareció que un universitario era alguien que ya dominaba el mundo y que era digno de admirar. Por él quiso verse más maduro e interesante, pero a Santiago le pareció de lo más tierno y dulce esos intentos, que le insistía una y otra vez que fuera él mismo y que no tratara de impresionar a nadie. Claro que Diego nunca le dijo que le gustaba y que estaba enamorado de él. Seguro que ahí si se habría reído de él.

Habían sido las mejores vacaciones en España con su madre. Ya que, como era de esperarse, Santiago era hijo de uno de los amigos de Estée. Un español igual que ellos que tenía una casa de invierno en Vaqueira.

Cuando la sacó para verla mejor, escuchó como una cadena se deslizaba en el fondo. De ella colgaba una púa metálica para guitarra. Dejó todo en el suelo para verla mejor, uno de sus mayores tesoros que había creído perdido. El primer pensamiento que tuvo fue que había sido todo un crío inmaduro en esa etapa.

"Toma" dijo Santiago sacando aquella púa de su bolsillo, con las manos enfundadas en guantes de lana gruesa. "Te he visto mirarla, quédatela. Para que me recuerdes". Diego lo vio dejarla caer en su mano como agua y le sonrió sin hacer nada.

"Aquí" recordó con su voz, sintiéndose avergonzado como esa vez cuando le dijo "para que la tengas siempre cerca" mientras se la colgaba alrededor de su cuello, dándole un golpecito en el pecho con la palma de su mano para hacerle reír.

"Te voy a echar de menos" dijo Santiago mirando el horizonte nevado. Diego recordó que lo único que pudo hacer fue recargarse en el hombro de él y hacerle reír.

Sonrió y se puso el abrigo que había encontrado. Había sido el regalo de cumpleaños que le había dado Santiago. Cuando metió sus manos en los bolsillos sintió un gorro de lana gris. Era también de Santiago, se lo había robado una tarde nevada en Vaqueira, cuando su madre le había dejado ir solo con él y sus amigos a una excursión de chicos a lo alto de la montaña. Se lo puso, cogió su bandolera y estuvo listo. Acomodó su cabello como lo tenía Santiago en la foto y respiró profundo. Se sentía nervioso.

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