Mesa del chef

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Cuando volvían en el autobús, era Diego quien seguía despierto. Amaba ver la oscuridad que la luz de la luna generaba al reflejarse en las montañas. La cabeza de Dani caía en su hombro y sus manos estaban juntas.

Pasada la medianoche, Diego echó una mirada a la habitación donde Dani ya estaba dormido. Sonrió y cerró la puerta despacio. Bajó al salón a esperar a su madre pensando en que esta nueva casa parecía la definitiva; era grande, cómoda y muy amplia. Fácilmente cualquier familia podría echar raíces ahí.

Con un árbol de navidad en la cual los reyes dejarían regalos; con películas en familia; o incluso con una fiesta de cumpleaños llena de todos los amigos de la clase. Todo aquello que a Diego le había hecho falta de niño, pero que curiosamente no lo echaba en falta. Le gustaba esa parte de su vida en la que se comparaba con el viento: podía ir y venir; llegar y desaparecer sin previo aviso. Con ello llegó a disfrutar estar en sitios diferentes, eso sí, con la maleta lista para salir en cualquier momento.

Se contrajo en una esquina del sofá de gamuza color borgoña y se cubrió con la manta decorativa que estaba en el respaldo. Sin embargo, tras dar todo ese recorrido a su vida había llegado a la conclusión de que no había tenido un gesto así de gordo por parte de su madre como el de esa noche. Y se lo hizo saber tan pronto la escuchó entrar.

-Gracias -antes de que su madre encendiera la luz.

Ella pegó un brinco al verle ahí sentado. Pero guardó la compostura y siguió moviéndose de forma indiferente.

-No las merece -dijo sacándose los aretes de oro que le pesaban demasiado -, tu novio no vino para estar en una fiesta aburrida. ¿Cómo ha ido el viaje?

-Muy bien, gracias.

-Te has encontrado con Lucia, a que sí.

-Pues sí. Al salir de la universidad.

-Es una boca floja. Parece que le escuecen las palabras -sacándose los stilettos y deshaciendo su elaborado peinado. Incluso así, Estée no perdía la elegancia.

-¿Cómo te ha ido? -preguntó su hijo.

-Bien. Sabes que no es mi primera inauguración, después de mucho tiempo a veces se vuelve aburrido.

-Ya.

-¿Le has llevado a la Biblioteca Real?

-Sí, y al museo del automóvil. Parecía un chiquillo -recordando aquel momento.

Estée miró a su hijo hacer un sinfín de cosas que no había hecho antes en su presencia, tanto que le parecía extraño verlo así de feliz.

-Nunca te había visto feliz -dijo mirando de reojo a su hijo, que seguía sonriendo. -¿Nunca lo fuiste?

-Lo intenté. Por años -sin dejar de ver el piso -. Supongo que al principio no sabía lo que era ser feliz o qué implicaba no serlo, lo que sí sabía era que odiaba cada viaje que hacía, cada sitio y cada persona que conocía, tanto que no quise hacerlo más difícil y todo me lo guardaba para mi. Pero luego... no sé, volví a España y todo cambió. Me di cuenta de muchas cosas.

Estée miró a su hijo.

-Ya -se limitó a responder antes de encaminarse a su habitación. Pero en el camino, una duda la asaltó. -No piensas aplicar a ninguna, ¿no?

-No.

-Bien. Supongo que de nuevo lo arruiné, como lo hice con la cocina. En fin. Vuelve a Madrid y sigue estudiando lo que sea que estes estudiando.

-Gracias -dijo después de una risa airosa.

Pero de nuevo algo en su corazón la hizo tener una duda.

Detrás del caleidoscopio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora