Pulsera roja

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Diego miró el campus desde fuera y respiró profundo. Jamás admitiría frente a nadie que era más valiente de lo que aparentaba. No era humildad ni mucho menos arrogancia, solo era que ni él mismo sabía que todos esos años de transitar solo calles llenas de personas que no hablaban su idioma, desde muy pequeño, no se comparaban con andar por los pasillos de su universidad una mañana a mediados de septiembre.

Y a pesar de que tuvo más de un "primer día" al año durante mucho tiempo, en diferentes países e idiomas, esos reducidos espacios eran más abrumadores, porque desbordaban una libertad que incluso él tardaría en entender. El bachillerato fue diferente; todos entraban y salían de las aulas al mismo sonido y había horas en que los pasillos estaban vacíos. Pero ahora siempre encontraría bullicio a todas horas y tiempo libre de clases.

Nunca tuvo esa fe de la que tanto había escuchado; esa que decía que septiembre era mucho mejor momento para las comienzos que el mismo Año Nuevo. Con la entrada del otoño todo parecía posible, según había escuchado, pero jamás se había hecho realidad en su vida. Tal vez no necesitaba creer en esos cuentos.

Su padre se había ofrecido a mostrarle el campus, a pesar de que sus clases comenzaban el miércoles, pero él se había negado, incluso Matías le había propuesto ir juntos, pero amablemente lo rechazó. Parecía que cada decisión que Diego tomaba era para reafirmarse todos los días su capacidad de valerse por sí mismo. Ahí ya no había taquillas, así que debía cargar lo indispensable a pesar de saber que estaría el coche de su padre disponible para él.

Todo le era abrumador, hacía tiempo que no se sentía tan desorientado. Dio un par de vueltas por todas partes, había apartado una hora para hacerlo antes de sus clases para ello. A pesar de su ansiedad, cambiaba despacio; mirando a su alrededor, percibiendo los detalles del lugar, memorizando aulas y edificios importantes, siempre con las manos convergiendo en su carpeta y oculto detrás de sus gafas de sol.

Pero dentro de ese desorden visual, algo llamó su atención. Un detalle tan insignificante como único: una pulsera anaranjada con destellos rojizos tejida, rematada con un dije plateado con forma de un árbol frondoso: el símbolo de cordialidad. El cual, Diego había visto cientos de veces ser apresado dentro del puño de su portador, como estaba haciendo en ese instante. Una pequeña ola de recuerdos poco agradables le llegaron a la mente. Pero eso no lo detuvieron de sonreír y fueron suficientes como para acercarse y preguntar:

-¿Pablo? -sacándose las gafas oscuras que llevaba.

Un chico, cinco centímetros más alto que él, moreno, con una tripa un poco visible y mejillas llenas de pecas por las horas que había pasado en su juventud bajo el sol; alguien que de no ser por esa pulsera, se giró al escuchar su nombre, extrañado de que alguien lo pronunciara en un lugar en el que nadie le conocía.

Y Diego jamás lo hubiera hecho, si sólo se hubiese percatado de ese chico con abrigo negro que cubría una camisa de leñador, una playera blanca a juego con unos vaqueros, parado frente a una mampara llena de anuncios buscando algún indicio de qué hacer.

-Diego... -haciéndolo sonreír, si era él.

Pablo se sorprendió tanto de ver a su antiguo compañero de ESO parado frente a él, y sin creer que sería con una alegría tan grande también para él como para abrazarlo y corresponderlo.

-Te llegó el estirón -insistió Diego sonriéndole, al recordarlo regordete y bajito, como si supiera que necesitaba salir de ese aturdimiento extra que su presencia le había causado. Era una emoción bastante extraña para ambos ya que ninguno sabía cómo reaccionaría el otro de haber sabido que se encontrarían.

-Creo que sí -rió nervioso viendo su cuerpo, un poco desorientado todavía -, tú... no has cambiado nada -sorprendiéndose. Lo recordaba delgado y sin gracia alguna. Pero ahora lo veía lleno de vitalidad y con un saludable tono rosado en su rostro; siempre creyó que tenía mejillas huesudas, además de contar con un par de saludables mofletes, curiosamente sintió un tremendo alivio por ello.

Detrás del caleidoscopio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora