Capítulo uno

6.3K 360 9
                                    

 Una blanca silueta erraba temerariamente bajo la feroz tormenta, sin prisas. Lento. Inconsistente. Con un andar demasiado pesado y titubeante, deambulaba como si vagara a ciegas por un sendero que ya no reconocía.

 Ya no sentía frío. Quizás estaba entumecido, sólo había dolor.

 Las violentas gotas de lluvia se precipitaban a su encuentro como afiladas y gélidas dagas de cristal que le arañaban la piel, y aunque dejaba profundas y perfectas huellas en el lodoso suelo, sus pisadas no se oían bajo el peso de sus pies. Aunque a él... a él aquello ahora le resultaba totalmente indiferente. En esa profunda y tormentosa noche las cosas triviales a su alrededor no atraían su atención.

 En realidad, en esos devastadores instantes nada lo hacía y —temía— ya nada lo volvería a hacer como antes.

 No. Estaba seguro. Nada volvería a ser igual después de aquella noche.

 Su rostro, pálido como la cera, lucía carente de vida. Vacío de emociones y tan extrañamente inhumano que era estremecedor. No parecía su rostro. Ni siquiera una sombra ajada de lo que alguna vez fue. Y eso era aterrador. Condenadamente aterrador.

 Sus pies lo llevaban de forma mecánica e inestable hacia ningún destino fijo y él, ajeno a todo, se dejaba dirigir sin oponer resistencia. Casi consciente de que cualquier lugar era mejor que aquel frío y sombrío sitio en el que al fin acababa de dejar su corazón junto con el cuerpo frío de... esa persona.

 Tenía en su pecho un vacío desgarrador que asociaba a la ficticia extracción de aquel órgano, que resultaba ahora inútil desde que no volvería a latir ya más con emoción, impaciencia o inquietud.

 Sus pasos lentos continuaban mientras su vista se mantenía más allá del horizonte, dolorosamente perdidos en la nada, ahogándose de manera silenciosa con las lágrimas que no se derramaban aún cuando se acumulaban en la superficie de su mirada. Se sentía impotente y extraviado. Desorientado al punto de no retorno.

 Tal vez si pudiera desahogarse, pensó, si pudiera llorar o gritar hasta dañar su garganta, quizás se sentiría ligeramente menos destrozado. Sin embargo, estaba entumecido y era incapaz de exteriorizar todas las emociones que lo ahogaban de una forma estremecedora. Sus puños apretados a los lados eran la única pista de sus verdaderos y desesperados sentimientos. Y ese dolor era tan lacerante que lo insensibilizaba.

 Aunque sus pies no dejaban de moverse en una continua y lenta procesión, hasta que se detuvieron cuando sus ojos reconocieron hacia donde éstos lo llevaban sin la mínima turbación.

 El salobre aire marino le azotó el rostro y una gruesa lágrima se derramó dando paso a las demás que pronto le nublaron la vista mientras cedía finalmente al llanto. Sus pasos no se detuvieron una sola vez luego de aquella pequeña interrupción. Por más que el dolor lo encegueció, conocía el camino a la perfección y no se desvió mientras se dirigía hacia las turbulentas aguas.

 El sonido del océano embravecido no lo alteró. Los truenos en la oscura noche que golpeaban con ferocidad tampoco lograron perturbarlo. Su infierno interno era todavía más estremecedor.

 Sin detenerse una sola vez, recorrió la playa desierta.

 Casi como si quisiera detenerlo la gélida lluvia se descargó más fuerte sobre él, aunque las frías gotas y el viento helado no lograron su propósito. Siguió adelante. La espuma que generaban las olas le golpearon los pies, las piernas, la cintura, mientras avanzaba hacia las glaciales y profundas aguas. Sus lágrimas saladas se confundieron con el agua de lluvia y la salpicadura del océano. Sus sollozos fueron cubiertos por los furiosos truenos.

 Su cuerpo finalmente fue devorado por las funestas aguas, que lo azotaron y sacudieron como si quisieran hacerlo reaccionar. Aunque fue inútil y terminaron por abrazarlo posesivamente y llevarlo hasta las profundidades, donde ya no tendría salida y de donde no pretendía escapar.

 O eso es lo que esperaba

Loto blancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora