Capítulo 29

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SEGUNDA PARTE

 

Kyle no tenía un buen día. Su entrenamiento había sido nefasto, su tutora se había pasado más de media hora sermoneándolo sobre la importancia de no confiarse. Eso era ilógico. Se supone que se debe confiar en las cualidades de uno, ya que a la hora de la verdad, en el campo de batalla tu único aliado real eres tú, tus compañeros pueden caer en cualquier momento y dejarte solo. Pero nada, Bera seguía reprochándole que pecaba de confiado. ¿Y qué más daba? A él siempre le tocaban las peores misiones, las de reconocimiento. Nunca lucharía en campo abierto, en una cruzada real, para eso tenían a Paul o a otros chicos. Aún se acordaba de cuando Seth le obligó a hacer de canguro de una niña tonta. Por todos los dioses, que pesada que podía llegar a ser Lara. Él no había perdido a su madre para ser considerado la niñera de nadie. Y por si fuera poco, Kira se había enfadado con él. ¿Qué le había hecho? Nada. Maldita sea, pensó para sí mismo, que complicadas que son las mujeres.

Kyle conocía a Kira desde hacía apenas un año, pero en ese corto tiempo, la chica se convirtió en la única persona en todo el maldito mundo a la que Kyle escuchaba. El chico no la veía como todos, para él, Kira no era un cerebro andante, él veía su inteligencia de otra manera. La observaba en silencio muchas veces, y cuando ella se daba cuenta, sonreía al ver como se sonrojaba. Esa chica le resultaba muy curiosa y por eso le gustaba. Le gustaba pasar tiempo con ella, y que le explicara cosas sobre el mundo. Le gustaba que le brillaran los ojos con ese brillo inteligente cuando le hablaba de los planetas que formaban el Universo y de lo que eran los agujeros negros. Incluso le gustaba quedar como un idiota a su lado, porque eso le hacía esforzarse para seguirle el ritmo. Sin embargo, sólo era una amiga, su mejor amiga, y no tenía la más mínima intención de cambiarlo.

Kyle caminaba sin rumbo estable. Lo que más odiaba de su habilidad era que nunca podía perderse del todo, evadirse como lo harían los demás, desaparecer del mundo. Eso era lo que Kyle más anhelaba, pero también sabía que nunca podría conseguirlo.

Esta vez, su destino fue uno de los muchos túneles que cercaban el refugio. Bajo los pesados cimientos del gran edificio, existían miles de pasadizos que se cruzaban entre sí, y Kyle tenía la certeza de que llevaban allí mucho tiempo. Los descubrió poco después de llegar allí y no tardó en bajar a descubrir sus trucos. Existian tres senderos marcados, y todos distintos, sin embargo compartían un mismo final, una cita con la muerte. Pero existía un cuarto, uno pequeño, sin marcar, lleno de cuestas y desniveles imposibles, en el que muchas veces notabas que te faltaba el aire, un sendero por el que nadie querría pasar. Ese, y solo ese, te conducía al valle formado por las faldas de dos montañas cercanas. Seguramente estaban marcados para la confusión de los posibles visitantes.

Muchas veces le había intentado describir en qué consistía su habilidad a Bera, pero nunca acababa aclarándolo del todo. Había conseguido desarrollar un sentido de la orientación mucho más acentuado que el de cualquier mortal, pero eso no era todo; no sabía muy bien como funcionaba, pero cuando caminaba, aunque nunca hubiera estado en aquel lugar, podía descifrar el camino de vuelta a casa, a casa o a cualquier otro punto del mundo en el que él pensara. Bera solía decirle que su habilidad era una de las más importantes, pero él pensaba justo lo contrario. Era la habilidad más friki del mundo, hasta Gary, el tipo que podía moldear sus átomos a su antojo, era más guay que él. Incluso Kira se metía con él y su habilidad: solía chincharle llamándole topo o GPS humano.

Decidió que ya era hora de volver, con suerte, a la gemela se le habría pasado el enfado y podrían ir a ver los entrenos de Paul. Paul, pensó mientras rehacía su camino de vuelta al refugio, era un tipo curioso. Sus entrenamientos consistían en meter al chico en una habitación que simulaba varios climas distintos, todos muy extremos. Es decir, un día metían al chico en un congelador de cincuenta metros cuadrados y lo ponían a hacer flexiones mientras el gordo de su entrenador le observaba desde la cabina comiendo patatas fritas. El pelirrojo era un chico inteligente, muy inteligente. Tenía una obsesión por el número veintitrés, pero eso muy poca gente lo sabía. Según él, esa era la respuesta a todo.

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