14. Lejos

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Camino no atendía a razones, pero yo tenía que seguir firme en mi propósito. Traté de evitar cuanto pude decirle los verdaderos motivos por los que daba por zanjadas las clases, pero no hubo manera. Me partía el alma verla romperse frente a mí, sin embargo, tenía que seguir con mis ideales, aunque ella no lo comprendiera. Me estaba resultando más difícil de lo esperado porque yo misma tenía mi lucha interna entre continuar viéndola o hacer lo que consideraba mejor para ambas.

Hubo varios momentos durante nuestra conversación en que estuve a punto de flaquear, de dejarme vencer ante su firmeza, pero me sobrepuse atacándola sin piedad: primero con su juventud, después con su estado de nervios. No fue algo de lo que me sintiera orgullosa, pero era la única forma de pararla. Cuando me gritó aquel "basta", supe que había logrado alcanzar su límite. Me sorprendió verla así, como nunca antes. Se marchó visiblemente molesta y yo me quedé más intranquila de lo que hubiera imaginado.

Horas más tarde de su marcha, yo no me había movido apenas de la sala. Miraba por la ventana cómo la gente paseaba por las calles de Acacias y me sentía una mera espectadora de una vida que no podía vivir. Veía a matrimonios pasear cogidos del brazo como si tal cosa y me embargaba una sensación de vacío en el alma. Yo nunca podría pasear así con ella, nunca podría besarla en público, nunca podríamos casarnos o decirle al mundo que estábamos juntas. Aquello me mataba, me hacía arder por dentro. Así que me dedicaba a mirar por la ventana lo que me estaba prohibido para mí misma.

Y comencé a llorar, a lamentar todo lo que le había dicho, a sentirme la peor persona sobre la faz de la tierra. Camino era la imagen de la decepción cuando se marchó del estudio y precisamente eso era lo que no me podía quitar de la cabeza. Le había hecho un daño terrible después de todo. Yo, que me había encargado de enseñarle cómo se podía volar en la vida, le había terminado cortando las alas antes siquiera de que pudiera despegar. Como si fuera fácil renunciar a lo que uno quiere. Camino no era como yo, que me había encerrado en mí misma después de toda mi tragedia. Ella era valiente, ya se había sobrepuesto una vez a un daño terrible, y ahora yo venía a causarle otro. Cuanto más lo pensaba más desconsolada lloraba. Y decidí apartarme de la ventana después de largo rato.

En cuanto me volví, miré al perchero y ahí estaba, como siempre, su bata blanca colgada, esperando a ser lucida por su legítima dueña. La cogí entre mis manos y la acaricié como quien acaricia a un ser amado. No pude evitar llevármela a la nariz: todavía olía a ella, a su perfume dulce que me embriagaba cada vez que la tenía cerca. No me reprimí las lágrimas mientras la apretaba contra mí, en un vano intento de sentirme a su lado.

Todavía con la bata en las manos, me fui hacia el espejo, como si necesitara hallar en su reflejo a la Maite que tanto me había empeñado en mostrarle a Camino. Esa mujer idealista, que dejaba que su corazón la guiara y hablara por ella, que no se rendía ante las imposiciones y los convencionalismos sociales. Lloré porque la mujer que aparecía en el otro lado para nada era ella, sino otra bien diferente. Presa del miedo, del qué dirán y, sobre todo, de las consecuencias de dejarse llevar. No soportaba mirarme y no encontrarme allí, así que me volví para darle la espalda al espejo y fui buscando algo, como si me faltara una pieza más en aquel rompecabezas en que había convertido mi vida. Y ahí lo hallé. Tras soltar la bata y dejarla caer al suelo, cogí entre mis manos el lienzo que yo misma había pintado con el rostro de Camino.

Ahí estaba ella, mirándome como siempre, abrumadora, bella, atrayente, seductora, pero también inocente, inteligente, dulce y cautivadora. Acaricié todo su rostro sobre el lienzo, como si aquello fuera un reflejo de las ansias que tenía de acariciarla a ella. Me detuve en sus labios, los que todavía sentía en mí, en su mejilla, cuyo calor recordaba de la última vez que mis manos pudieron tocarla. Y su mirada... Esa mirada que, fuera lienzo o fuera de verdad, conseguía dejarme sin palabras. Al paso de mis manos, el dibujo comenzó a emborronarse, producto de mis lágrimas y de la presión excesiva que imprimía al lienzo, y, de pronto, una extraña fuerza me comenzó a invadir de tal manera que empecé a golpearlo con rabia. Quería destruir aquella imagen a toda costa, como si al deshacerme de aquel cuadro pudiera borrar también su imagen de mi corazón y mis pensamientos. Le di infinidad de golpes y hasta llegué a usar un pincel para romperlo por completo. Finalmente, lo lancé al suelo en un acto total de frustración conmigo misma y me vencí, llorando con tal desesperación que me faltaba hasta el resuello. ¿De qué servía engañarme? No iba a poder olvidarla así como así, por mucho que me encargara de romper todas las obras que ella me inspiraba.

"Cállate"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora