21. Movimiento arriesgado

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Doña Rosina y don Manuel se hicieron amigos tan rápidamente que yo me quedé gratamente complacida de que mi plan estuviera saliendo a las mil maravillas. Aquél se pasaba todo el rato hablando de la gente que conocía y cómo era capaz de venderle cualquier pieza de arte al mismísimo Conde de las Marismas. Conocedora como yo era del carácter aparentón de Doña Rosina, sabía que todas aquellas anécdotas estaban haciendo las delicias de mi casera. Mientras ellos debatían y se hacían confidencias, yo era una mera espectadora de todos los entresijos que se relataban. Sin embargo, todo aquello cimentaba, poco a poco, lo que yo pretendía lograr. Era cuestión de tiempo que Rosina le fuera con el cuento a Felicia, pero, para asegurarme de que el plan salía como yo quería, decidí intervenir un poquito más.

- Don Manuel, ¿no me había dicho usted que necesitaba ir a la mantequería? –dije con toda la intención.

- Cierto, cierto. He de hacer unas compras antes de volverme a casa –apuntó el marchante de arte, siguiéndome la corriente, bajo a la atenta mirada de doña Rosina.

- ¿Podría unirme a ustedes? Me encantaría seguir hablando sobre la nobleza y el arte con este señor tan ilustrado –dijo doña Rosina sin percatarse de que la idea primordial era que ella nos acompañara.

- Si doña Maite no tiene inconveniente –contestó el caballero con solemnidad.

- Desde luego que no, está usted invitada también a acompañarnos, doña Rosina.

- Ay, muchas gracias, querida. Por cierto, ¿qué era lo que me quería comentar y me había hecho llamar? –me inquirió en ese momento después de casi una hora sin recordar qué la había llevado a mi estudio.

- Algo sin importancia, una ventana que no cierra bien y quería que la viera usted. Es que no he podido localizar a don Liberto, ¿sabe? –le contesté con la primera excusa que se me ocurrió en el momento en que la mandé llamar.

- No se preocupe, querida, yo se lo diré para que mande a alguien y le arregle el percance.

- Gracias, doña Rosina. Es usted tan amable.

Caminamos los tres por la calle en dirección a la mantequería. Doña Rosina acaparaba la atención de mi amigo el marchante más de la cuenta y, por un momento, sentí pena por el lío en el que le había metido. El hombre, paciente y cabal como siempre me había demostrado, estaba aguantando estoicamente del brazo de doña Rosina todos los tejemanejes que la señora le contaba y, de vez en cuando, se volvía para mirarme con cara de circunstancias. Mi idea era intentar que doña Rosina se cruzara por el camino con Felicia y así asegurarme de que lo que le habíamos metido poco a poco en la cabeza no se difuminara y llegara lo más pronto posible a su destino.

De vuelta de la mantequería, pasamos por delante del restaurante y yo aproveché el momento para mirar fugazmente al interior en busca de mi amada Camino. Justo entonces la vi que salía a atender a las mesas de la terraza portando consigo la libreta que llevaba siempre para tomar las comandas. De pronto, su mirada y la mía se cruzaron y, al ver de quién venía acompañada, sus ojos se abrieron ampliamente seguramente al no comprender qué se suponía que tramaba con semejante unión.

- Buenos días, Camino – se adelantó doña Rosina a mi saludo mientras yo no podía quitarle la vista de encima y ella, con mucho esfuerzo, intentaba aparentar normalidad- ¿Y tu madre? ¿No está aquí?

- No, doña Rosina, ha salido a hacer un recado con Emilio –dijo mientras yo maldecía mi mala suerte, pues mi idea era dejarla ahí cuchicheando con su amiga.

- ¡Vaya! Pues en otro momento será. Dile que se pase a tomar el té por mi casa esta tarde, ¿quieres? –apuntó la mujer.

- Con mucho gusto se lo haré saber –contestó- Don Manuel, Maite, disculpen, que no les dado los buenos días –dijo Camino con una sonrisa traviesa.

"Cállate"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora