29. Un lazo invisible

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Después de nuestro último encuentro, Camino y yo optamos por volver a las sombras, a ocultarnos y a tratar de que nuestra relación pasara lo más desapercibida posible. Tuve que hacerle ver que teníamos que mantenernos lejos de toda sospecha y creí haberlo conseguido. Por otro lado, llegó la Navidad, época que siempre había desdeñado porque nunca había podido celebrarla como a mí me hubiera gustado y no andaba yo como para meternos en líos y menos en fiestas.

Cuando era pequeña, mis padres y yo formábamos una familia bien avenida y solíamos celebrar la Navidad con el resto de familiares en nuestro hogar. Con el paso de los años, mi madre y yo nos distanciamos porque ella no entendía mi forma de ver la vida. Especialmente, si se trataba de mi decisión de instruirme como pintora y no ser lo que era considerado "una señorita bien criada". Afortunadamente, mi padre siempre me había apoyado en todas las decisiones que tomaba. Pero, su pérdida terminó por quebrar la unión de mi familia. Él era lo que nos mantenía juntas a mi madre y a mí y su repentina muerte terminó por distanciarnos.

A medida que pasaban los años, madre y yo siempre encontrábamos excusas para no juntarnos con la familia. Algo me decía que para ella era un poco de suplicio tener que reunirse con familiares a los que solamente veíamos una o dos veces al año, y yo, con mi vida en París, siempre encontraba excusa para no desplazarme. Ella no me lo reprochaba, supongo que también porque juntarnos nosotras le recordaba a padre y no quería pensar en él de esa manera. Por lo que nuestra relación se basaba en correspondencia para felicitarnos momentos puntuales y alguna visita señalada, pero nada más allá de la extrema cordialidad.

Este año tampoco me apetecía viajar hasta Pamplona, así que la llamé como de costumbre para comentarle que no iba a ir y ella tampoco es que pusiera mucha objeción a mis reparos. Así éramos ella y yo: dos almas libres, sin apenas contar para la otra. Sin embargo, aunque me hubiera dejado de importar la Navidad como la solía tener entendida, ese año estaba pasando por algo nuevo que no había experimentado antes. La inquietud por la soledad. Me autoconvencí de que no había nada diferente en mi persona que pudiera alterarme la forma de pensar, pero, sin embargo, me tiré toda la mañana de Nochebuena pintando un cuadro que no era otra cosa que la mismísima Camino al desnudo, solo que su cara todavía no estaba terminada.

La realidad era que no podía sacármela de la cabeza, ni cuando apenas hacía unas horas que la había tenido en mi lecho. Su aroma continuaba entre mis sábanas y, aunque tuvo que marcharse sin que yo pudiera disfrutar de su presencia durante la noche, su olor seguía impregnándolo todo, ya fuera en mi habitación o en mi mente. Era tal el embrujo que ejercía sobre mí que mi forma de tenerla más cerca era plasmándola al papel. 

La llamada a la puerta me sacó de mi ensimismamiento. Era don Liberto, para mi decepción, ya que por un segundo esperé que fuera Camino la que volviera a visitarme contraviniendo mi consejo de mantenerse al margen del estudio hasta que pasaran las pascuas.

- Buen día, doña Maite –me dijo sacándose su sombrero- ¿Le cojo mal? ¿Estaba pintando? –me preguntó al ver que rápidamente tapaba el cuadro de Camino.

- Sí, bueno, estaba aquí dando unos retoques a una obra, sí –respondí intentando que no se me notara el nerviosismo en exceso.

- Siempre me he preguntado, ¿por qué oculta todas sus obras? –inquirió.

La pregunta del año. Si me hubieran dado un real por cada vez que me la hacían... Supongo que a la gente le intrigaba sobremanera el contenido de mi obra, y aquella intriga era inversamente proporcional a mis ganas de dar explicaciones.

- Bueno, don Liberto, un artista nunca muestra sus obras inacabadas. Supongo que ya lo sabrá –espeté intentado disuadir el interrogatorio. "Para que luego digan que la chismosa es doña Rosina".

"Cállate"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora