30. Interrogatorio

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Las Navidades siempre habían sido mi época favorita del año. Me encantaba aquello de reunirnos los tres a la mesa, cantar villancicos, saborear alguno de los manjares que madre preparaba para la ocasión. Y es que, aunque nuestra pequeña familia solo contaba con tres miembros, siempre habíamos estado muy unidos, especialmente en estas fechas. Por mucho que las fiestas navideñas siempre supusieran trabajar a destajo para atender a los hambrientos comensales o para prepararles platos que se degustarían en sus casas, para mí era una época en la que, pasara lo que pasara, había que celebrar estar todos juntos.

Sin embargo, aquel año las cosas entre mi madre y yo estaban más tirantes que nunca. El tema de las clases de pintura nos tenía a las dos a la greña y al pobre Emilio le había tocado estar en medio. Por no hablar de que, desde su punto de vista, yo había cambiado mi forma de actuar influenciada por Maite y sus charlas progresistas. Nada más lejos de la realidad porque, aunque sí era cierto que yo ya no era la Camino de siempre, Maite era la que me había abierto los ojos a un mundo nuevo, un lugar del que mi tradicional madre no quería ni oír hablar.

A pesar de todo, ese año decidí enterrar el hacha de guerra y tener la fiesta en paz. Preparé una cena sorpresa para ella y mi hermano y arreglamos nuestras presuntas rencillas con un sincero abrazo. Mientras transcurría la velada, mi mente no podía disfrutar de la compañía de mi familia, pues, por primera vez en mucho tiempo, tenía una sensación incompleta de felicidad. No dejaba de pensar en Maite, en cómo estaría pasando aquella noche sola, en su estudio. Me moría de ganas de estar con ella, de sentarla a la mesa, de poder presentarla ante mi familia como lo que era: mi pareja.

- Madre, si no tiene inconveniente, me voy a ausentar un rato –dije intentando aparentar normalidad.

- ¿Adónde vas a estas horas, hija? –preguntó mientras recogía la mesa.

- A la misa del Gallo –respondí rápidamente.

- ¿Tú sola?

- No, madre, ¿cómo cree? Voy a ir con Cinta.

- Ah bueno, pero que te acompañe Emilio. No quiero que vayáis solas a estas horas –apuntó mi madre siempre tan oportuna.

- ¿Acompañarla dónde? –preguntó mi hermano saliendo de la cocina.

- Madre, no se preocupe, de verdad. Además, Cinta me había pedido acudir a solas porque quería que habláramos en privado de nuestras cosas –apunté- ¿No ve que hace mucho que no hablamos con todo lo de su madre y demás?

- No veo qué hay de malo en que Emilio os acompañe, hija –continuaba mi madre dando la matraca.

- Déjelas, madre. La iglesia está aquí al lado, además, yo estoy exhausto. Ya veré mañana a Cinta –y nuevamente sentí que el amor por mi hermano se multiplicaba por un millón.

No tardé en ponerme el abrigo y, en cuanto me aseguré que se retiraban a la cocina para terminar de ordenarlo todo, cogí mi pequeña caja oculta y salí por la puerta del restaurante. Y, como mi mente no dejaba de volar hasta donde estaba ella, decidí que mi cuerpo también lo hiciera.

Entré al estudio, sin llamar, algo que no solía hacer nunca, pero quería sorprenderla y deseaba que no se hubiera ido a dormir ya. Y así fue como la encontré, en el chaiselongue, con un libro sobre su pecho, seguramente vencida por la lectura. He de reconocer que me dio harta ternura verla en aquella situación y hasta me sentí culpable por tratar de despertarla. Así que me quedé observándola en silencio, sentada al borde del sofá y notando cómo respiraba tranquilamente. Era casi más hermosa dormida que al natural, aunque para mí fuera bien difícil mejorar su belleza de alguna manera. Empecé a llamarla dulcemente mientras me acercaba a ella. No obtuve respuesta, solamente un ligero ronroneo somnoliento que me provocó una sonrisa. Cuando la tuve lo suficientemente cerca, dejé un pequeño beso en la comisura de sus labios y fue entonces cuando se despertó sobresaltada.

"Cállate"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora