70. Tarde

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Contuve la respiración durante un segundo antes de volver a llamarla a gritos. No conseguía que me respondiera y decidí buscarla con premura por las habitaciones de aquel pequeño estudio. Nada. No había rastro de Maite. Había llegado demasiado tarde como para encontrarme con ella una vez más y poder preguntarle por el obsequio. La tensión del momento me hacía sentir mi propio pulso palpitándome en las sienes. ¿Por qué regalarme aquello si finalmente había emprendido su marcha a París? No tenía sentido alguno.

Volví a la sala y el panorama era francamente desolador. Los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas y los caballetes vacíos, no como antaño que cargaban a cuestas las muestras más magníficas del arte de Maite. Su mesa de trabajo también estaba casi vacía. Apenas había algún resquicio de su obra abandonado a su suerte entre aquellas cuatro paredes. No hacía ni medio día que Maite se había ido de aquel estudio y ya me parecía el lugar más inhóspito y desolador que hubiera contemplado hasta el momento.

Di una pequeña vuelta por cada rincón, moviéndome como la primera vez que estuve en él. Pero, en esta ocasión, con un sentimiento de pena y abandono que contrastaba con el de emoción de aquel momento que ahora recordaba tan lejano. Me paré frente al primer caballete que encontré y le quité la tela que lo cubría muy lentamente. Entonces, de inmediato sentí un escalofrío en el cuerpo al recordar una de las veces que me puse frente al lienzo ante la atenta mirada de Maite.

- Tenemos que trabajar un poquito más las proporciones. ¿Lo ves? –decía Maite- Te ha quedado sugerente, equilibrado y vivo.

- ¿Me ha quedado? Si aún no lo he terminado

- Has elegido un estilo impresionista, ¿no? Puedes dejar algunas zonas sin terminar. Una pincelada de color en la sombra y listo.

- ¿Así?

- Eso es.

Tapé de inmediato el caballete para intentar que aquel recuerdo escapara de mi mente, como si al taparlo pudiera olvidarla a ella, dejarla huir de mi pensamiento también. Continué con mi paseo por el estudio y llegué hasta la zona en la que Maite trabajaba la arcilla. Todavía estaba el cuenco con el barro. No pude evitar sumergir mi mano en él y notar el contacto de la fría arcilla acariciando mis yemas. Nuevamente, volví a evocar un momento vivido con ella allí y cerré los ojos para poder vivirlo con mayor nitidez.

- Cogemos un trozo de barro, pequeñito, y lo amasamos fuertemente. Sin miedo, no tengas miedo a mancharte. ¡Así! Cogemos un poco de agua, hidratamos el barro y elegimos con qué comenzamos, por ejemplo, las alas. Así, suavemente, Camino, suavemente, acaricia el barro para modelarlo. Pero sin miedo, no tengas miedo –me animaba mientras se acercaba a mí por detrás y me rodeaba con sus brazos quedando sumamente cerca.

- Tenía razón –recordé sonreír en aquel momento- soy muy dichosa trabajando la arcilla.

Suspiré al recordar aquel día tan intenso en que contrasté de primera mano que no había vuelta atrás para nosotras. Me alejé de la zona y continué hasta otro extremo de la sala. Allí llegué a ponerme delante de otro caballete, junto a la entrada, de espaldas completamente a la ventana. A este no le descubrí el contenido, solamente me quedé frente a él mirándolo absorta al recordar el que consideraba como el momento más trascendental de nuestra relación, el que lo cambió todo. La imagen de un lienzo con un boceto mío representado se me apareció con total claridad, como si lo tuviera delante en ese preciso instante.

- No tengo palabras para expresar lo que siento.

- Pues no digas nada.

- No, no diré nada. Utilizaré mis labios para otra cosa que no es hablar.

"Cállate"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora