2. Una alumna para Maite

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En cuanto cerré la puerta del estudio y me quedé en mi completa soledad, sentí como el peso que había llevado sobre los hombros durante toda la jornada salía de mí para liberarme. No estaba acostumbrada a los convencionalismos y, a pesar de lo que pudiera parecer, no solía prodigarme por este tipo de actos sociales. Supongo que los evitaba a toda costa porque no me sentía completamente relajada, ya que tenía que encorsetarme en la figura de la pintora glamurosa de éxito y dar una imagen de mí misma que distaba mucho de la realidad. En este caso, sin embargo, don Liberto y doña Rosina, quienes me habían acogido con gran amabilidad a mi llegada a Madrid, habían insistido tanto en agasajarme con aquella fiesta que no pude rechazar la invitación.

Aún conocía poco a los que durante los próximos meses serían mis vecinos en Acacias, pero todos se desvivían por darme una cálida bienvenida. Las señoras eran, digamos, un tanto particulares. Tenían unos temas de conversación que distaban mucho de mis intereses, pero yo hacía grandes esfuerzos por integrarme de la mejor manera. Los señores, por el contrario, eran más recatados a la hora de expresar sus intereses y solamente me hablaban de banalidades, ya que los temas importantes no se solían tratar frente a las mujeres. Por otro lado, las preguntas sobre mi vida en París se multiplicaban fuera quien fuera el interlocutor y hubo algún que otro momento en que tuve que ausentarme con la excusa de beber algo si me preguntaban alguna frivolidad parisina más. Aun así, aguanté estoicamente todas las trivialidades de aquella pequeña sociedad madrileña interesada en guardar las formas y aparentar buenos modales, hasta que dentro del encorsetado evento sucedió algo que, sin ser yo misma consciente en ese momento, iba a cambiar el devenir de mi vida.

Mientras me quitaba el abrigo y, todavía sosteniendo mi maltrecho tocado lleno de vino, volvió a mi mente la escena en la que la joven Camino había tropezado, lanzando por los aires aquellas copas. El rubor de la muchacha por su torpeza me hizo reír de nuevo. ¡Qué mal rato debió pasar! Por primera vez me sentí culpable por la forma en que se sucedieron los acontecimientos. Como si no hubiera actuado correctamente con ella. Al fin y al cabo, bastante habría tenido con ser la comidilla de todos, especialmente, de su madre, que poco se encargó de apoyarla. Debía hacer algo para intentar congraciarme con ella.

Al mismo tiempo que la idea de disculparme con Camino se posó sobre mi sesera, mi vista se volvió hacia el maltrecho tocado y terminé suspirando un tanto apenada. Tal vez ya iba siendo hora de deshacerse de él. Durante años, me había resistido a desprenderme del último recuerdo que me quedaba de ella, pero ya era inútil conservar conmigo aquella prenda estropeada por el vino. Quizá fuera por eso que me molestó que las copas fueran a parar precisamente al tocado, ya que, aunque ese espacio de tiempo se viera finalizado abruptamente, el tocado me transportaba, sin moverme de donde estaba, al momento de mi vida en que más dichosa había sido.

Apreté aquella prenda de ropa fuertemente entre mis manos y recordé el instante y el lugar en que me fue entregada. Tenía apenas 20 años y, aunque no fuera el presente más costoso del mundo, fue el detalle más valioso que conservaba hasta el momento. Me había acompañado en mis peores momentos durante casi una década de mi vida y, ahora, cuando empezaba una nueva vida en Madrid, se alejaba de mí para siempre. Había llegado la hora de cerrar una puerta que seguía manteniendo entreabierta y, al deshacerme de ese tocado, de alguna forma, me estaban obligando a dar un portazo sin que yo me diera cuenta.

***

Aquella mañana hacía un frío especialmente intenso en la capital. Me apetecía tomarme algo caliente, así que me dirigí al restaurante Nuevo Siglo XX a ver si un café me hacía entrar en calor y si, con suerte, me encontraba con Camino para asegurarme de que mis formas no habían logrado minar su moral. En cuanto entré, pude verla sumida en sus pensamientos mientras parecía dibujar algo en un cuaderno. Tan absorta estaba en sus quehaceres que dio un pequeño brinco en cuanto notó mi presencia. Inmediatamente, cerró el cuaderno de golpe y me preguntó, un poco sonrojada, si quería tomar algo.

"Cállate"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora