55. La inspiración

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Estaba muy feliz de volver al estudio de Maite nuevamente, sin tener que buscar pretextos o argumentaciones para ir a verla a escondidas, sino pudiendo desplazarme con tranquilidad. A pesar de que mi madre y yo estábamos cada vez más distanciadas, odiaba mentirle y vivía siempre con el miedo de que nos pillara en algún momento. Por eso, aunque las condiciones que había detrás de aquel acuerdo no me agradaban lo más mínimo, hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa para pasar más tiempo con ella. Ya habría tiempo para ingeniárnoslas y evadir las presuntas pretensiones de Ildefonso. Al fin y al cabo, la idea de que formalizáramos la relación solamente estaba en la cabeza de mi madre, al menos, por el momento. Y, cuanto más tardaran en llegar esos avances, más tiempo le ganaríamos al reloj.

En cuanto llegué a su encuentro, no pude evitar lanzarme hacia ella, como en las ocasiones en las que hacía tanto tiempo que no nos veíamos. En ésta, en cambio, me embargaba la emoción de saber que la vería cada día, sin temores, sin problemas de falsas coartadas. Era la mejor sensación del mundo estar allí con ella y, además, pintar a su lado. Como le había dicho a Cinta en alguna que otra ocasión, si pudiera, dejaría el restaurante y me pasaría el día entero pintando con ella. Así que, aunque no fuera exactamente lo mismo, no podía contener la ilusión.

En cuanto nos pusimos manos a la obra, una sensación de nostalgia me llegó de pronto. Recordaba las veces que habíamos estado entre aquellas cuatro paredes y yo me limitaba solamente a mirarla en silencio y a aprender sobre cada cosa que me decía. Ahora, con nuestros sentimientos confesados y con la firme promesa de que íbamos a luchar contra todo por vivir nuestro amor, la estancia en aquel estudio me parecía completamente diferente, casi como en un sueño.

El reto de Maite me pilló por sorpresa. No me imaginaba que fuera a dar aquel salto en su pedagogía para pedirme algo que no atendía precisamente a lo que me había estado enseñando. Maite se había esmerado por activa y por pasiva en mostrarme técnica y en tratar que aprendiera a partir de modelos para extraer de ellos todo lo que me fuera posible. Me había dicho que llegaría un momento en que yo crearía mi propia visión de las cosas, pero siempre haciéndome tener los pies sobre la tierra y recalcándome que todavía me faltaba un largo recorrido por hacer. Sin embargo, aquel día me dio alas para plasmar cuanto estuviera en mi mente y en mi corazón, como si hubiera dejado de lado la encorsetada técnica para pedirme y animarme a dejar volar la imaginación.

Acepté el reto sin pensármelo dos veces. Estaba deseosa de ponerme sobre el lienzo y esbozar mis primeras líneas. Pero, una vez delante de él, se me presentó una gran duda. ¿Qué sería mejor: un recuerdo del pasado o un deseo del futuro? ¡Qué dilema!

Maite decidió dejarme libertad y fue a sentarse junto a la mesa de estudio para continuar con un encargo de una revista de París. Me encantaba mirarla mientras dibujaba los trazos en su cuaderno. Estaba tan concentrada y tan hermosa cuando trabajaba que, a veces, incluso se permitía el lujo de tararear una melodía que yo ya me conocía al dedillo de tanto que la había escuchado.

Ese gesto me hacía acordarme irremediablemente de mi padre, que Dios le tuviera en su gloria. Solía llevarnos a Emilio y a mí a pasear por un prado con un acantilado, muy cerca de la costa de nuestro pequeño pueblo de Cantabria. Antes de llegar, nos compraba castañas en un puesto de camino a él. En cuanto las teníamos en las manos, solíamos devorarlas tan rápido que apenas le dejábamos un par para degustarlas. El pobre lo asumía con bastante buen humor y se ponía a canturrear, como también hacía Maite, mientras permanecíamos tendidos sobre el césped. Entonces, empezábamos a jugar a nuestro juego favorito, que consistía en decir qué nos parecían las formas de las nubes que veíamos pasar. Siempre hacíamos competición para ver quién era más rápido en responder y él siempre se tomaba su tiempo para dejar que fuéramos Emilio o yo los que ganáramos. Con frecuencia era yo quien salía victoriosa y, como premio, me traía de vuelta a casa cargándome sobre sus hombros.

"Cállate"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora