"El destello de un mundo destruido mucho tiempo atrás".
ELENA ALZÓ SU VISTA hacia arriba. Las columnas que mantenían de pie al palacio estaban repletas de figuras abstractas serpenteantes de pintura donde se podían ver siluetas de lobos y humanos abrazándose. Ella no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que las lágrimas tibias le hicieron cosquillas en sus mejillas. Se las apartó de un manotazo, incapaz de creer que todo lo que la sostenía en su vida ahora se había esfumado para siempre. Como consecuencia de su brusquedad, su ojo derecho ardió, recordándole la herida reciente.
No. Ella no iba a llorar. Llorar era desahogar las penurias y la ira venenosa que amenazaban con consumirla viva. Elena era lo suficientemente capaz para cargar con eso dentro de ella, porque era de un material mucho más resistente. Y el material resistente se desgasta, pero no se rompe ni con veneno ni con tristeza.
Cuando ella comunicara a su Reino, a su propio pueblo, que los Lobos eran seres inmundos y asesinos, nadie le creería. Pero ella tenía los cuerpos. Los tenía de evidencia, y nadie podría contradecir su propia palabra.
Porque cuando viesen las marcas, la sangre, el desgarro y la muerte, sabrían en el preciso momento que alguien que era humano no sería capaz de traer tanta desgracia a esos frágiles cuerpos.
Eso es lo que eran ahora. Cuerpos. Elena pasó sus manos por su cabello y tironeó de él con fuerza. ¿Cómo era posible que aquellos cuerpos días antes estuviesen llenos de vida y lo eran todo para ella?
Ellos se los llevaron. Los Lobos eran sus Dioses Cánidos, los Lobos eran otros miembros de la Familia Real de los Conaire. Por miles de años aquellas costumbres se habían respetado, convirtiéndose en algo vital para el Reino de Eros Dart. Y para su propia familia.
Los Lobos eran seres poderosos, con capacidades y dones indiscutibles. Mantenían al Reino de pie, mantenían sus creencias hasta en los tiempos más difíciles y habían salvado miles de vidas por muchos años. Los protegían de la Magia Negra y de las maldades que sucumbían a sus tierras.
Pero algo había pasado. Todo cambió. Algo raro les estaba pasando a los Lobos. Y la incomodidad en el palacio era palpable hasta en el aire. La Reina Tayen, su madre, se había vuelto nerviosa y sombría. Incluyendo su marido, el Rey Adahy.
Y su bebé... su hermoso bebé...
Todo estaba tranquilo hasta que de repente los Lobos se abalanzaron encima de su familia y los desangraron hasta la muerte.
Elena miró la pieza de pintura enmarcada colgada en la pared. Su madre, y su padre, el Rey Aengus, posaban de pie, mirando hacia ella. La pintura había sido creada mucho antes de que el Rey Aengus cayera enfermo hasta la muerte. Días después, la Reina Tayen había engendrado a Elena sin cuestionamientos.
«¿Y ahora qué, madre?», había querido preguntarle. Aquellas palabras las había hecho muy a menudo, cuando era pequeña y no tenía idea de qué hacer. Su madre la esperaba siempre con los brazos abiertos, lista para enseñarle a no dar un paso en falso.
Había criado a una niña y se había encargado de todo un Reino, ella sola. La Reina Elena seguiría su ejemplo. Una mujer era capaz de hacer eso y mucho más.
El pueblo dartense jamás había estado de acuerdo con tener únicamente a una reinante de sangre femenina: la costumbre era que el principal tenía que ser un Rey. Como el Alfa en la manada de los lobos, una jerarquía que seguían los humanos en la vida real.
Su madre había destruido esa complejidad y le había brindado una oportunidad a Eros Dart de darse cuenta de que no había ninguna diferencia en ello.
Una Omega en la manada también podía representar el papel del Alfa.
Elena pronto cayó en la cuenta de la presencia de los Lobos junto a sus padres. Estaba tan perdida en sus pensamientos —como lo había estado aquellos últimos días, ensimismada y angustiada por cualquier cosa que la rodeara—, que no se había dado cuenta de que la Loba Omega negra, estaba al lado de su madre y el Lobo Alfa blanco rodeaba con su cuerpo a su padre en gesto protector. Casi posesivo.
Los ojos destellantes de los Lobos, llenos de vida, le devolvían la mirada.
La Reina Elena apretó sus manos en puños, enterrando sus uñas en sus palmas. Los dientes rechinaron por la ira contenida. Cuando el dolor comenzó en su piel y no se disipó en su corazón, se arrojó directamente hacia el cuadro. Unos gritos desgarradores y llenos de furia hicieron eco en la estancia.
Los gritos provenían de su garganta. Tironeó la pintura lejos de la pared y lo arrojó al suelo con todas sus fuerzas, creando astillas de madera y pedazos de papel. Se arrodilló al suelo, y con sus manos sangrantes, desgarró a los Lobos de la pintura, intentando desesperadamente, alejarlos de sus padres.
Ellos no pertenecían allí. Los Lobos jamás iban a volver a Eros Dart. Porque en el preciso momento que asesinaron a su propia familia, habían roto el pacto del principio de los tiempos, cuando el Rey Cahir había mezclado su sangre con la de un Lobo y la hechicera Deirdre uniera a los Cánidos con los humanos.
Con furia y lágrimas en sus ojos, volvió su vista hacia el techo. Su expresión había cambiado. Su mirada se veía apagada y sombría. Todo estaba repleto de Lobos. Pronto, la imagen de ellos se convirtió en su peor pesadilla. Y la rodeaban. Por donde ella mirara, ellos estaban allí, atormentándola.
En las paredes, en el techo, en los corazones y en la fe de mucha gente...
No. Ella no tenía miedo. Ella jamás iba a tener miedo. Su pueblo tampoco lo haría. Iba a hacer lo posible para alejarlos de la masacre y sostendría las columnas de su reino con sus propias manos si fuera necesario.
Elena se colocó de pie, con sus piernas y manos temblorosas. Ella temblaba porque todos sus sentimientos estaban en la superficie, incapaces de salir de a uno.
Así que gritó, mirando a los ojos al Lobo blanco que la observaba desde arriba.
Su grito no era desgarrador. Ni tampoco era de angustia.
Su grito era de guerra.
—¿Su... Majestad?
El Consejero Real, Coll Brannagh, la miraba desde el otro lado del salón con una mirada entre asustada y sorprendida. Elena se volvió para mirarlo lentamente, y sonrió para sus adentros. Le gustó que él temiera de ella, porque todavía no estaba lista para que alguien sintiera compasión.
—Dime, Coll Brannagh, ¿tu juramento por proteger al Reino de Eros Dart y al Rey Adahy, sigue en pie?
Coll tragó saliva, titubeando.
—Por supuesto, Su Majestad.
—Entonces —recitó con su voz atronadora— tú tendrás que servirme.
La Reina Elena levantó la barbilla, observándolo con orgullo y prepotencia. El Consejero Real parecía que se encogía bajo su mirada, pero asintió, arrodillándose a pocos metros de ella, bajando la cabeza con honor.
—Estoy a sus servicios, Su Majestad.
La Reina Elena lo observó desde arriba. Eso es lo que haría. Observaría todo desde arriba. Ella no iba a caer. Ella jamás se arrodillaría ante un Lobo nunca más. Ni ella, ni Eros Dart.
—Entonces tráeme a los mejores hombres y mujeres del Reino.
Coll la miró sorprendido. Y confundido.
—¿Su... Majestad?
Elena alzó una ceja con interrogación. Así que el Consejero Real cerró su boca y siguió a sus órdenes al pie de la letra.
Si ella era capaz deproteger a su Reino como su madre lo hizo cuando era pequeña, entonces también loharía. Pero intentó dejar de lado a su orgullo y se dio cuenta de que no lolograría sin la ayuda de su propia gente.