HUNTER OBSERVO COMO la Reina Elena levantaba su copa entre sus dedos y le daba un leve sorbo al aguamiel.
Para gusto de él, el aguamiel era demasiado suave, siempre optaba por el vino cocido o la cerveza. Pero el sabor del aguamiel le resultó a gusto en ese momento, estudiando a Elena por encima de la jarra. El mero hecho de que unos sirvientes estuviesen llenando su copa cada vez que la vaciaba, le daba una sensación de regocijo.
Le sonrió por encima de la copa, elevando las cejas con interrogación. Era un gesto que decía: «¿Ya has echado un vistazo a mis cicatrices?».
No tenía en mente que todo eso iba a ser tan placentero. Sus aposentos eran la mejor parte. Jamás en su vida había creído que un baño y una cama fuesen el doble de grandes que su propia habitación en la pequeña guarida donde dormía.
Elena le devolvió la mirada, con un destello en sus ojos que él no pudo descifrar.
—Hunter, te he dado el tiempo suficiente para pensar si aceptas completar tu siguiente misión. —Ella hizo una pausa, apretando los labios, impasible—. Confío en que tu honor no decaerá y cumplirás al pie de la letra lo que me has prometido.
—Por supuesto, mi Reina. —Hunter se puso serio, apoyando la copa en la mesa y lanzando una mirada intensa en su dirección—. Me temo que no tengo otra opción. Con las guerras que se han desatado, no creo que podamos resistir a una más, y me atrevo a decir, la más importante.
Elena asintió más para sí misma que para él. Hunter pensó que ella era de esas personas que se subían a un árbol y jamás miraban hacia abajo: se negaban rotundamente en la posibilidad de caer, permaneciendo con la vista fija hacia el cielo.
—Ha sido mi culpa —murmuró ella, para sorpresa de Hunter—. Si hubiese escuchado a la Vidente Tala, nada de esto hubiera ocurrido. He hecho oídos sordos a lo que puede traer la perdición a mi propio pueblo.
Hunter se concentró en mirar su expresión. Sintió decepción al no encontrar tristeza y arrepentimiento en su mirada. Más que nada, ella tenía una mirada fiera, casi como si se mereciera aquello y al mismo tiempo resistía al dolor. Encontraba desconcertante ver en una persona que necesitaba apoyo, fuerza y consuelo, mostrarse tan altivamente.
Ella sí se merecía estar ahí. No por toda la carga que debía llevar sobre sus hombros y en su corazón, si no, porque pocas personas podían lograr cargar todo eso. Las personas que reinaban se corrompían muy a menudo.
La Reina Elena permanecía.
—La encontraré —prometió Hunter de repente, decepcionándose de hacer tal cosa.
¿Desde cuándo él prometía con lealtad? No, ¿desde cuándo él era fiel y leal a sus súbditos? Había crecido en las calles y la lealtad no existía ahí. Lo único que las calles habían alimentado en su propia persona era el instinto de vivir y de asesinar.
Su lema era: matas o mueres. Nunca disfrutó de aquello, pero es con lo único que había logrado sobrevivir.
Honor. Lealtad. Fidelidad. Le debía todo eso a Elena pero él no sabía cómo llenar aquellos huecos vacíos.
Sin embargo, estaba dispuesto a cumplir aquella misión. Cualquiera que se cruzase en su camino, lo mataría sin rechistar.
Pero ahora estaba entre la espada y la pared. Él sabía muy poco, jamás había sido religioso, y sin embargo había escuchado las palabras de la Reina Elena con atención, gracias a las visiones de la Vidente Tala, para ir a buscar a una muchacha posiblemente acompañada de Nativos traidores o rodeada de una manada de Lobos.