LA INCOMODIDAD ENTRE ELLOS estaba palpada en el aire, y Elena ya daba por hecho de que jamás gozarían de un trato más que informal. Ninguno de los dos sentía la necesidad de compartir sus sentimientos: pero ahora, todo ello era diferente. Siempre habían respetado una distancia prudencial, compartiendo una comprensión mutua suficiente como para convivir en un mismo lugar.
Sin embargo, una voz de alarma resonaba en sus oídos. Todavía no entendía el por qué los pelos en su nuca se habían erizado, y su corazón latía a mil por hora. Jamás había visto a Coll tan sombrío e impertinente. Era como si él estuviera presionándola a hacer algo que ella no quería, cosa que todos hacían.
Coll Brannagh era el Consejero Real, sólo eso. Él era la voz, y ella el oído, de vez en cuando. No todo lo que le decía lo tomaba en cuenta. Ahora se le presentaba con una exigencia la cual ella no estaba del todo de acuerdo,
—Coll, ¿quieres explicarme qué...?
Todo ocurrió en un borrón que apenas Elena fue consciente. Coll se movió, más rápido que nunca. La sorpresa de él moviéndose tan rápido la dejó de piedra, y en un parpadeo, él estaba detrás de ella, presionando una daga fría contra su garganta. La respiración de Elena se mantuvo calma, pero sus latidos golpeaban contra su pecho.
El aliento de Coll, espeso y cálido, chocó contra la parte baja de su nuca. Elena no se atrevió a mover. ¿Qué diablos estaba ocurriendo?
—Te juro, por los Dioses Antiguos, que si no me sueltas ahora, lo lamentarás.
—Me he lamentado un montón de cosas en toda mi vida —escupió Coll contra su oreja, su voz transformada en un tono tosco y desagradable. Elena se removió contra su cuerpo, intentando zafarse de su agarre. Una herida fina como una línea en su piel, lo suficiente como para advertirle. Elena se quedó inmóvil, con la respiración atascada en su boca.
—Parece que todavía no te has dado cuenta de que soy yo el que tiene una daga contra tu garganta —le dijo, sus labios acariciando su oreja. Elena hizo una mueca de disgusto, cerrando los ojos, intentando mandar un mensaje de auxilio en su propia mente.
«Escúchame, por favor».
—Le he jurado mi vida y protección al Rey Adahy, no a una mujerzuela débil como tú —dijo él, tirándola hacia atrás, moviéndola a un lugar que ella desconocía.
A pesar de estar en peligro, Elena soltó una carcajada seca.
—¿Esa es tu única justificación? —le desafió, intentando voltear su cabeza, a pesar de que la daga abrió más la herida en su piel—. ¿Es porque soy una mujer?
—Hay fortaleza en usted, Su Majestad, le concedo eso —respondió Coll, un tanto entretenido por la situación—. Pero no es suficiente. Es demasiado débil para este mundo.
Elena negó con la cabeza, riendo en voz alta. ¿Así que él era quién los traicionaría? Trataba de convencerse de que no se esperaba todo aquello, pero una sensación de vacío le hizo dar cuenta de que lo sospechó desde un principio. Un hombre que le decía con quién debía casarse y la miraba con una mezcla de terror y disgusto al mismo tiempo no era una persona de fiar. Tal vez el miedo que él había mostrado hacia ella era una farsa también.
Pero ella no era débil. Ella era una roca. Se desgastaba, tomaba otra forma diferente, a causa del roce del agua, pero jamás desaparecería del todo. Siempre estaría allí, como un grano de arena, como una piedra pequeña, arrastrada por la corriente, pero permaneciendo de una manera u otra. Y nadie negaría aquello. Nadie comprendía a Elena más que a sí misma.
De ninguna manera. Ella iba a luchar.
Apretando los dientes, Elena atenazó con su codo contra el estómago de Coll. A pesar de la fuerte respiración que soltó, parecía que estaba esperando aquel golpe. Con manos hábiles y antinaturales, la empujó contra la pared, cubriendo con una mano alrededor de su cuello sangrante, levantándola a tres pies lejos del suelo. Elena arañó su mano y los brazos, pero el hombre que la miraba desafiante parecía haber dejado de sentir.