RESULTABA DE LO MÁS EXTRAÑO para Elysa tener a alguien pendiente de sus necesidades mientras se bañaba. La criada, que resultó llamarse Alera, insistió en enderezar las costuras de su camisa para que estuvieran en orden. Después de quejarse por los vestidos que le habían traído, Alera optó por una sencilla camisa de hilo y un pantalón que le quedaba demasiado grande, pero ella no se quejó sobre ello. Le gustaba.
Le había vuelto a crecer el pelo lo suficiente para tener que peinarla y desatar nudo por nudo. Alera, por suerte, tenía paciencia y hacía todas las cosas delicadamente. Elysa observó su reflejo con desconfianza, incapaz de creer el aspecto de la chica que le devolvía la mirada.
Después de eso, la sirvienta le hizo señas con las manos para que la siguiera.
—La Reina te está esperando.
Era la primera vez que Elysa cruzaba el umbral de la puerta. No sin cierta desconfianza y suspicacia, observó los soldados escoltados a los lados. Lentamente, se dirigieron a un estrecho pasillo que se ramificó en dos. Ella estudió las paredes. Pinturas de los Dioses Cánidos adornaban las paredes majestuosamente, como olas emergentes del mar.
Lobos jóvenes que caían de los cielos, los colores tan vivos e intactos como si hubieran sido recién pintados.
Miró el pasillo por tanto tiempo que empezó a quedarse atrás. Alera saludó a los escoltas con simpatía, y caminaba con tal seguridad que Elysa se sentía un poco sorprendida por ello.
Fue allí cuando casi tropezó con la criada, cuando la vio.
La Reina Elena ya estaba de pie. Se había imaginado que permanecería sentada encima del trono Conaire, adornado con rosas espinosas y lobos ondulados como una bandera al viento. Pero no fue allí donde encomendó el encuentro.
La sala estaba casi vacía, adornada por algunos cuadros de la Familia Real a los lados y candelabros aquí y allá que combinaban con los sofá tapizados y la alfombra pulcra. Aquella vez, no había escoltas allí.
Ese día, la Reina llevaba un suave y fino vestido de lino, nada superficial para una Reina en realidad. Unas horquillas filosas sostenían su cabello con delicadeza, y Elysa no pudo evitar recordar las palabras de Hunter. Tal vez aquellas horquillas funcionaran como dagas para Elena en cualquier caso de emergencia.
—Elysa. Acércate y déjame verte.
Alera la abandonó. Elysa dudó un momento, pero optó por adelantarse unos cuantos pasos hacia ella. Debería haberse inclinado como gesto de saludo o brindarle una reverencia respetuosa, pero no era ella quien sabía modales de la corte como para usarlos en aquel momento.
Elena la inspeccionó con ojos curiosos, se fijó en la cicatriz que asomaba en su cuello, en la palma de su mano, algunos rasguños en los brazos y el tinte violáceo que iba desvaneciéndose en la mejilla derecha a causa del último golpe.
—Tal vez querrás empezar tú con las preguntas, y yo seré quien las responderá. ¿Te parece justo?
Elysa parpadeó lentamente. Se fijó en el temblor de los aretes de Elena y en cómo lanzaban destellos por toda la habitación. La actitud de la Reina de Eros Dart era muy condesciende con ella. ¿Le permitía hacer las preguntas sólo porque lo merecía o sólo porque le provocaba lástima su propio límite de razón?
—Lo único justo para mí será que me traigan a mi manada. Mis lobos.
Añadió un énfasis a lo que era suyo. Ignoraba el golpeteo de su corazón en el pecho y en sus propias manos sudadas. Sólo quería largarse de allí.
Un brillo de melancolía atravesó la expresión de Elena. La esbozó sólo por un momento, pero Elysa lo descubrió.
—Has vuelto.
Una voz trémula y temblorosa surgió detrás de ellas. Volviéndose, casi sobresaltada, Elysa descubrió una figura menuda sobre la entrada de la sala. Una mujer encorvada, con el pelo plateado cruzando al blanco, dio tres pasos hacia el interior. Dos trenzas perfectamente hechas reposaban sobre sus pechos, tan largas que le llegaban por encima de la cintura. Caminaba con una cojera, apoyada en un bastón adornado. Elysa se fijó que no tenía los ojos abiertos, sin embargo, se movía por la habitación como si lo viera todo.
Se acercó a ella en lentos pasos, pero la muchacha permaneció quieta en el lugar, incapaz de apartar la vista.
—Tú —susurró, sus dedos marchitos extendiéndose cuando la alcanzó. Colocó una mano en cada lado de su cara, mirando a través de ella, viendo algo profundo detrás de sus ojos que hizo que su rostro se relajara en satisfacción y alivio—. Elysa.
Su voz le sonaba tan familiar que incluso se sintió cómoda con ello.
Ella se alejó de sus manos lentamente, con el corazón acelerado.
—¿Cómo sabe eso?
La mujer sonrió.
—Te he visto por muchos años, tu existencia estaba lista para cumplirse mucho antes de la existencia del Cielo y de todos nosotros.
Elysa negó con la cabeza.
—No, tú no...
Suspiró. Una ráfaga de energía la atravesó, algo fuerte y ligero que amenazó con levantarla del suelo. Se equilibró contra la pared. Una memoria corrió a través de su mente, tan viva y brillante que Elysa podría jurar que estaba reviviéndola:
El cuerpo de ella giraba sobre el lugar, debajo de la luna, con sus facciones aterciopeladas inundadas de sombras y matices blancos. Las lágrimas brillaban como la nieve y su cuerpo desprendió un leve resplandor blanquecino.
Invierno la sintió dentro de él. Ella no se detuvo: giraba sobre sus pies con los brazos extendidos. Una melodía acompañada de tambores hacía eco sobre su mente. Elysa flotaba, se sentía flotando, y se conectó con los lobos.
Sus pensamientos. Sus recuerdos. Sus Espíritus.
En rápidos parpadeos, la imagen de ella misma desapareció de su línea de visión. La mujer, delante de ella, tenía los ojos abiertos. Lucían positivamente antiguos.
Tan blancos como la luna, aquellos ojos la observaron con intensidad. Elysa, jadeando por la adrenalina y el temor, sintió que estaba familiarizada con aquellos ojos blancos. Como si no hubiese sido la primera vez que la observaban de aquella manera.
—Tú... —Elysa jadeó, todavía apoyada contra la pared—. Eras tú...
Sus ojos blancos. Aquella voz que alejaba los males que la acechaban en sus sueños desde que tenía uso de razón.
—Me recuerdas. —La mujer le sonrió tan abiertamente que le enterneció el corazón—. Sabía que lo harías.
—Su nombre es Tala —dijo Elena, acercándose a ella en lentos pasos—. La Vidente del Reino.