LOS NATIVOS TRANSFORMADOS NO ERAN siervos de la Reina Elena. Elysa estaba totalmente segura de eso. No habían recibido órdenes de ella... ¿O sí?
Recordaba que habían mencionado que tenían intenciones de entregarla al castillo.
¿Se trataba del Palacio Real Conaire? No estaba segura. Pero uno de ellos, estaba de camino para llevar aquellas noticias. El secuestro no dio resultado. Elysa estaba segura de que no se rendirían con el primer intento.
Pero la pregunta que le daba náuseas, a primeras horas de la mañana, era: ¿por qué?
Merodeando en los alrededores —alejándose desesperadamente de aquellos cuerpos en primera fase de putrefacción y muerte—, se descubrió tropezando con un arrollo. Elysa suspiró, aliviada, inclinándose hacia el agua que corría entre las rocas para mojarse el rostro. El agua fría le entumeció los dedos, así que probablemente provenía de las montañas del norte. Se lavó algunos rasguños de los brazos, pero todavía no tuvo el coraje suficiente para revisarse la herida. El agua era como un espejo ahora, así que podía ver su propio reflejo. Tenía un ojo morado, aunque ella nunca sintió dolor en él.
No quiso imaginar en cómo se lo habían hecho, pero se sorprendió al no asustarse sobre ello. La herida en su cuello era mucho peor. Y más extensa de lo que creía. La carne lucía oscura, y en los bordes donde su piel blanca había sido lisa y limpia, tenía tonos morados y rojos que la hacían estremecer del dolor. No quería imaginarse qué aspecto tenía antes —antes de que Invierno lamiera la herida—, porque ahora estaba cicatrizando bien, como cuando se raspaba las rodillas y esperaba tres días hasta que la carne se endurecía y se volvía oscura y dura contra su piel, preparándose para salir fuera de ella como pedacitos de madera del tronco de un árbol.
No muy lejos de ella, un destello cegador le cubrió su línea de visión. El sol daba directamente hacia el objeto debajo del agua, provocando una luz incandescente sobre sus ojos. Elysa los entornó, estirando su brazo para recogerlo. Accidentalmente, escogió su brazo derecho, donde su herida predominaba hasta la parte de su hombro y clavícula. El movimiento de su brazo estiró toda su piel y músculos en la herida.
El dolor le subió con fuerza por el brazo. Se le escaparon varias palabras inapropiadas entre dientes, procurando no gritar.
Gritar, gritar era revelar su posición, y ella no iba a correr ese riesgo. La gente no merodeaba por allí muy a menudo, pero quería mantenerse cautelosa.
Escogió apretar sus dientes y sus uñas contra las palmas de sus manos. Y se acostó. Acurrucada en el suelo, con el frío envolvente del viento y las hojas húmedas, se quedó dormida.
Las estrellas del cielo le daban suficiente luz para guiarla por el camino. Elysa apartó las ramas y las hojas que le impedían continuar hacia delante. Una luz blanca e incesante la llamaba. Aunque estaba lejos, ajena totalmente a su presencia. Esa luz la estimulaba de una forma extraña, casi cautivadora, hechizándola hasta el punto de dejar de tener el control de su propio cuerpo. Necesitaba ir allí, eso es lo único que sabía.
El viento azotó su rostro, como espinas filosas cavando en la carne. Pero Elysa no podía detenerse. Gritaba por dentro, y no sabía por qué. La luz blanca, estaba en el cielo, pero también en la tierra. El autocontrol se esfumó.
Ahora, la luz blanca ya no estaba tan lejos. Yacía en las yemas de sus dedos. Así que lo buscó.
Y lo encontró.
El lobo blanco estaba en la cima de la colina, a espaldas de ella. Brillando tan intensamente. Su aliento caliente formaba nubes alrededor de él, que llegaron hasta ella como vientos cálidos que la abrazaban en la piel y se introducían dentro de ella, sobre sus poros. Sus ojos amarillos se bebían la luz de las estrellas con intensidad.