Capítulo 39

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LA MAYORIA DEL TIEMPO LA REINA TAYEN trabajaba duro por la mañana, y también por la tarde y en las largas horas de la noche. El Rey Aengus la acompañaba, pero la falta de tiempo y las distintas situaciones causaban que ellos pasaran horas completas en habitaciones y lugares diferentes. Elena era quien tenía la oportunidad de ver a su madre, más que a su padre en sí. De pequeña para ella, él era un hombre alto y serio, pero que le devolvía la sonrisa de vuelta provocándole unas pequeñas arrugas en el borde de sus ojos, luciendo casi jovial y eufórico. Eso era lo que más le gustaba a Elena de pequeña, sacarle sonrisas a la gente, porque sentía que eran felices sólo porque ella les sonreía.

Su madre, cuando se tomaba su tiempo libre sólo para estar con ella y enseñarle el arte de la corte y la nobleza, le decía que tenía razón.

Su madre le hizo creer por muchos años que su sonrisa era una poción de amor, un hechizo encantador que atrapaba víctimas tristes para volverlas felices. Los hechizos estaban bien vistos en Eros Dart, no como en Anatolia, así que aquello fue como un gran cumplido para Elena. Y ella sabía perfectamente diferenciar entre lo que era bueno y lo que era malo.

Y luego, había aparecido el príncipe Adhay y todo lo que ella había aprendido se esfumó como el humo que se desprendía en la boca de una chimenea.

Elena sonrió, atreviéndose a recordar sobre su pasado.

La mitad de las veces, Tayen y ella acababan discutiendo, porque ambas querían tener la razón y eran demasiado orgullosas para admitir que se equivocaban en algo. Pero luego de estar a punto de gritar, o salir dando un portazo, su madre se echaba a reír. Por supuesto que Elena le seguía después. ¿Por qué razón discutíamos? Pensaba ella, entre risas, deleitándose con la sonrisa de su madre.

La Reina Tayen le decía que era igual a ella. Todos muy a menudo se lo decían, pero nunca le había creído tanto a alguien como a su madre.

Tayen siempre le decía que estaba destinada a una vida dura, al igual que ella. Y luego le regalaba una sonrisa de disculpa, abriendo sus brazos para acurrucarla en su regazo y acariciar su cabello dorado.

Era uno de los pocos recuerdos agradables que tenía de su madre, y lo había olvidado hasta ese momento.

—Su Majestad.

Elena se volvió con brusquedad. El Consejero Real le devolvió la mirada, haciendo una profunda reverencia.

­—Celebro verla aquí, mi Reina ­—declaró, dando un par de pasos hacia adelante con las manos en la espalda—. Lamento informarle de que nuestra junta es a causa de una seria emergencia. Se requiere su atención inmediata.

­—Por supuesto —contestó Elena, con voz gélida, impertérrita—. ¿Qué ha ocurrido?

Elena recordó una de las pocas conversaciones que tuvo con su padre, Aengus.

­—Tayen es Reina, mi princesa. Su principal preocupación siempre ha sido su reino, y siempre lo será. Ella está dispuesta a sacrificar, sin reparos. A mí.

Sus ojos no se apartaban de la chimenea. El calor que desprendía no había sido suficiente.

A ti. ­—Se giró para mirarla y los fríos ojos de él la habían congelado—. A ti, si lo considera necesario para la supervivencia del reino. Recuérdalo.

—Las costas han comenzado a ser saqueadas, y alrededor de dos aldeas han ardido hasta los cimientos —repitió Coll cuando corroboró que la Reina no lo había oído—. Unas cuantas aldeas alrededor lograron sobrevivir gracias a los Nativos que he enviado hasta allí para protegerlos, pero ellos fueron creados para la lucha contra los Lobos, no contra los humanos. Esto fue posible sólo porque un par de Mercenarios, Cazadores y Asesinos a Sueldo aparecieron de la nada y colaboraron sin reparos.

El Espíritu del InviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora