HUNTER MIRO AL NATIVO A SU LADO. El último que quedaba, el último Sangre Azul que estaba del lado bueno. Por el temblor de sus manos, se daba cuenta de que él podría ser el siguiente en un parpadeo.
Ellos habían sido entrenados para combatir el miedo. Lo que veía ahora en sus ojos, era terror y súplica.
—Ve —le gruñó en voz baja, intentando hacerse oír entre el ajetreo y la lucha a su alrededor—. Dile a la Reina Elena lo que ha pasado aquí.
Fue todo lo que bastó para hacerlo correr directamente hacia la salida. Varias bestias fueron detrás de él, rugiendo con furia.
Aquellas malditas panteras estaban endemoniadas. Podía verlo por el aspecto de sus ojos. Era casi lo mismo que les pasaba a los Nativos.
De repente, se precipitaban al suelo, convulsionando, y sus ojos se tornaban negros y las runas de fortaleza que cubría cada parte de sus pieles se oscurecían como aquella noche que jamás terminaba.
Hunter iba a morir.
¿Pero morir sin haber cumplido su única promesa en la vida?
Antes tendría que cumplirla, y tal vez luego moriría en paz.
Su mano era insoportablemente inestable. Jamás se imaginó que blandiría a Sangre y Hueso con su mano izquierda. Era como si estuviera insultándola terriblemente.
Suerte que él había practicado con las dagas con las dos manos, o hubiera sido asesinado mucho antes de que le trituraran los huesos de su brazo derecho.
Hunter blandió la espada. Cortó. Empujó. Gritó del dolor.
Cuando se trataba de luchar y liberarte de tu oponente, no había que pensar demasiado. Tu cuerpo tenía que ponerse en modo activo y tu mente, tan vacía y en blanco como el papel.
Pensar en aquel momento no era algo que él estaba acostumbrado a usar para asesinar. Pero era la chica la que estaba rodando por el suelo salvajemente, siendo tan rápida como las bestias y asesinando un par de oponentes con una clase de furia e ira que la hacía ver sobrenatural, casi fuera de quicio.
Aquella muchacha realmente tenía garras.
Pero eso no iba a durar mucho.
Un Nativo con ojos oscuros se abalanzó sobre él cuando terminó de atravesar a una bestia con su espada. En un movimiento ágil, le quitó a Huesos y Sangre de la mano. El sable le pasó por un centímetro de la cabeza, cuando él se agachó para esquivar el siguiente golpe. Metiendo las manos en sus botas, sacó dos dagas, incluso con su brazo torcido.
Bloqueó el golpe con el filo de las dagas, soltando destellos y pequeñas chispas de fuego, provocando un sonido chirriante y el dolor le atenazó con fuerza todo el cuerpo, recorriendo su espina dorsal como una descarga eléctrica.
Hunter era el mejor Asesino a Sueldo en todo el Reino. Así que giró sobre sí mismo, colocándose de rodillas, pasando por debajo del brazo del Nativo y atravesándolo por detrás. Todo eso en dos segundos.
«Protege a la chica», una parte de él le gritó desesperadamente.
—Bruja maldita —le dijo a la pantera que intentó comer su pierna como un banquete. Todos allí estaban actuando como títeres a causa del Nigromante. Se apoderaba de sus cuerpos como el fuego consumía todo a su paso. Sin piedad. Sin contar el sufrimiento que provocaba.
Ella estaba allí. En todas partes. La maldita no había muerto.
La etérea y firme voz de la Reina Elena se repitió en sus pensamientos.
«Los Nativos y los animales son un blanco fácil para el Nigromante. Los Nativos han sido producto de la magia, y en parte esto hace que sea fácil para él controlarlos y apoderarse de ellos».
Tal vez ella tampoco había tenido idea de que el Nigromante no era un hombre monstruoso y deforme. Si no, una mujer malditamente bella y poderosa como su nombre.
«Esto es por ti. Estoy matando por tu nombre. Por lo que te ha ocurrido. ¿Qué pensarías sobre ello si lo supieras?».
¿Repugnancia?
¿Adoración?
La Reina Elena no era la clase de persona que se emocionaría al saber que él estaba matando a sus oponentes por ella.
—¡Elysa!
Hunter intentó ponerse más cerca de ella, liberándose de la masa de cuerpos agresivos que tenía a su paso.
Él jamás olvidaría aquella cicatriz en su ojo. Era como un rayo relampagueante, una luna creciente que brillaba bajo la luz de las antorchas. Brillaba con su esplendor. Demostraba fortaleza.
Y ella lo había ocultado todo este tiempo.
Tal vez él nunca la conocería de verdad. Tal vez él moriría con aquella imagen, preguntándose quién era la mujer detrás de aquellos vestidos y miradas penetrantes.
Tal vez... aquel recuerdo de ella sería lo último que tendría.
Elysa fue empujada por Invierno a un lado, cuando un Nativo se preparó para blandirle su espada en el cuello. Con sus fauces, detuvo el golpe, gruñendo salvajemente. Hunter aprovechó la inercia del Nativo, dando una patada sobre el aire, enviando al hombre lejos, impactando contra una de las paredes con fuerza. Rápidamente, sintió una brisa fina en sus omóplatos. Volvió a dar un giro, cortando miembros y la carne con sus dos dagas resistentes.
—¡Hunter!
El grito de alarma lo despejó. Se inclinó en el momento justo para esquivar el filo de una hoja, pero fue otro golpe lo que le ocasionó una caída dolorosa.
Lo último que vio, fue a Elysa de pie. Detrás de ella, la luna debería de haber provocado que su cuerpo se viese como una silueta, una sombra sin nombre. Pero ella brillaba ociosamente con una luz blanquecina, que bañaba a su alrededor de un brillo incandescente, y las cuencas de sus ojos eran como dos lunas sobre su rostro.
Él estaba hipnotizado.
Ella... ella era tan brillante.
Verla era como acercarse al fuego en un día frío de invierno.
Verla era como sentirse acompañado en una noche desolada, oscura y sombría.
Verla... era como ver lo que era la venganza, la venganza misma en persona, sonriendo ante su propio significado.
Luego, una explosión que barrió todos los cuerpos e impulsó que las respiraciones se detuvieran.
Invierno yacía ante sus pies, tan inerte como una piedra.
Ella lloraba.
Lo que hizo después, lo dejó sin aliento.