Capítulo 8

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EL FUEGO CREPITABA RUIDOSAMENTE en el centro del grupo. Un viento gélido azotó las capas de los Nativos con furia.

—Oye —musitó uno de los Nativos—. Dime que has oído eso.

—¿Qué cosa?

—Un aullido. No, espera. No es uno solo, son muchos.

—Se acercan —dijo de repente, otro Nativo, con voz grave—. Apresúrense. Necesitamos llegar al castillo antes de que nos alcancen.

—¿Crees que se darán cuenta? —dijo el Nativo azul, luciendo un poco tenso—. Me han dicho que ellos pueden oler que...

—¡Cierra la boca! La chica está escuchándonos.

Todos se voltearon para observar con furia y detenimiento en dirección a Elysa. Ella quiso encogerse y hacerse tan pequeña, para que la dejaran de atravesar con aquellos ojos que presagiaban muchas cosas, y ninguna de ellas era buena. Se estremeció, cuando otro aullido se oyó más cerca. Ahora, se oía mucho más firme y fiero que antes, y de alguna manera Elysa sabía que era una especie de amenaza.

Las bestias—gatos rodeaban el campamento, pisando quedamente en la tierra. Movían sus colas con recelo y mantenían sus fauces abiertas. Los aullidos estremecían sus músculos y provocaban que gruñeran en el aire y movieran sus orejas en todas direcciones. Elysa se sentó en la tierra, y el dolor en su cuello y huesos le recordó lo herida que estaba.

¿Cómo era que la habían cargado todo el camino hasta allí? ¿En dónde estaba? ¿Qué les había pasado a Demothi y Donovan? No. Recordar aquella familiar y firme voz gritar tan desgarradoramente era...

—¡Levántate! —graznó uno de los Nativos, sosteniéndola del codo. Elysa gritó por la punzada de dolor, casi desmayándose en el suelo otra vez. El Nativo gruñó y la zamarreó como a una muñeca de trapo.

—¡Perra sucia y despreciable! —escupió.

Elysa lo miró. Una negrura abrazaba completamente sus facciones, incluyendo las pupilas en sus ojos. Sus tatuajes, en lugar de ser azules, eran completamente negros. Y en el hombro, donde su armadura de cuero y hierro no tapaba, se encontró con una extraña marca que ardía como el fuego en su carne. Parecía palpitar y escupir una especie de líquido oscuro. Elysa supo que era su sangre, su propia sangre. Él no era un Sangre Azul, sirviente de la Reina Elena. Él era siervo de alguien más, alguien totalmente desconocido para ella y para todos.

Eso la hizo arder y rebosar de furia. ¿Quién diablos era él? ¿Por qué, entre todas las malditas personas en el mundo, debían capturar justamente a ella? ¿De quién había recibido órdenes? ¿Por qué era tan importante?

Estaba harta. Cansada. Furiosa. Ella no era ninguna muñeca. No era un trapo. No era ningún maldito y asqueroso objeto para tratar y ordenar. Ella era una persona, pero parecía que nadie podía entender eso.

Ahora, había perdido su casa. A su mejor amigo. Estaba en un lugar desconocido. Gatos gigantes la rodeaban con recelo y un grupo de Nativos la retenían por una extraña razón. Y esos aullidos... esos aullidos hacían que su ira creciera en su interior y le diera el coraje suficiente como para abalanzarse hacia el Nativo oscuro, y morder su hombro. El dolor en su cuello se había esfumado, tal vez por tanta furia y adrenalina colándose en sus venas. La mordida fue dura y profunda, Elysa sintió sus huesos, la carne y la sangre amarga y venenosa recorrer por su barbilla.

Su mente y cuerpo le decía que no se detuviera, que él debía morir.

Así que no se detuvo. Hundió sus dientes en la carne más profundamente. Todo eso en un solo respiro. El Nativo oscuro no se esperaba aquello. Así que gritó, empujándola hacia atrás. Elysa cayó de bruces, aterrizando por décima vez, sobre su trasero.

El Espíritu del InviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora