LA MUSICA PARECIA ESTAR HECHA PARA LA NATURALEZA, como una clase de unión de fortaleza que los unía indivisiblemente. El fuego era alto ahora, creando pequeñas estelas de luz y el baile jubiloso comenzaba a armarse a su alrededor. La comida en las mesas olía tan bien, que incluso se podía percibir por encima del olor de las brasas en llamas y la madera carbonizada.
Elysa sintió que su boca salivaba. Toda la celebración era tan indescriptible para ella, tan alegre, que no podía evitar mover sus pies al compás de la música que provocaban los tambores y los instrumentos de cuerda. Aquellos sonidos se hacían tan finos y maravillosos que Elysa podía jurar que se entrelazaban entre sí, provocando que la melodía de todos aquellos instrumentos se hicieran solo una.
Y allí estaba ella. Sola, alejada de todo. Sin la compañía de su mejor amigo, Donovan. Su alrededor era demasiado tentador para ella, así que tuvo que agachar la cabeza para dejar de mirar todo lo que ella deseaba hacer. Las muchachas se acercaban, tímidas alrededor del fuego, esperando a que alguien las sacara a bailar. Nadie se quedaba atrás; incluso las ancianas se acercaban a la fogata, bailando majestuosamente, con una clase de elegancia y gracia que la dejaban embobada. Ella no era buena bailando, Elysa lo sabía perfectamente.
Ella pudo observar que, incluso, las personas que no bailaban acompañadas, no se dejaban intimidar por la soledad y se animaban a moverse alrededor del fuego.
Por un instante Elysa deseó creer en las leyendas, convertirse en un cambiaformas para dejar su piel de humana y convertirse en lo que ella quisiese. Quería ser la música, o el viento o la lluvia. Incluso podía ser un arma. Eran cosas que la fascinaban cada vez más, aunque se le hacía imposible conservarlas.
Sus ojos escocían por estar tanto tiempo mirando sobre las llamas. Podía jurar que a veces, divisaba imágenes preciosas convirtiéndose en animales que ella sólo podía adivinar luego qué eran, ya que sólo permanecían allí por muy poco tiempo.
La música y el baile continuaron, brillantes y alegres. Los ojos de Elysa brillaban con la luz del fuego. Los tambores provocaban algo extraño dentro de ella, aquel ritmo primitivo que la obligaba a moverse y bailar.
«No» se dijo, «no puedes bailar ahora. Él está observándote».
Lentamente, ella lo miró. Sus ojos eran amplios, la luz del de la celebración haciéndolos casi arder. Demothi frunció el ceño en su dirección cuando se dio cuenta de su mirada, bebiendo de un cuenco. Elysa volvió a centrar su atención en el fuego ahora, sometiéndose a ella. Quería estar allí, en el fuego. Dentro.
Nadie la notaba realmente, parada lejos de la fogata y la celebración, aunque unos pocos muchachos se acercaban para luego ser rechazados discretamente.
Elysa sentía cosas raras. Y tenía un mal presentimiento, un gran mal presentimiento. Ella estaba segura de que algo malo iba a pasar en cualquier momento, no le cabía ninguna duda. Escuchaba todos los rumores y los cuchicheos que la atormentaban en las calles.
«Hombres muertos, hombres asesinados por los Lobos.»
Más allá del fuego, Elysa vio a un Nativo. Aguantó la respiración, cuando los ojos del Nativo se clavaron en los de ella.
Era un Sangre Azul, protector del Reino por parte de la Reina Elena. Los Nativos eran soldados que se encargaban de mantener a sus enemigos fuera.
«Los Lobos».
Se obligó a estremecerse cuando aquellas palabras susurraron en su mente. Pero nada pasó.
Demothi le había enseñado a temer de los Lobos y los Nativos. Todos allí lo hacían. Elysa no podía temer a los Lobos, pero a los Nativos sí. Eran personas gigantes, con fuertes y voluptuosos músculos donde se asomaban venas gruesas, como si estuvieran tensos todo el tiempo. «¿Lo ves, allí? Incluso se puede ver la sangre azul recorrer por sus venas», le decía la gente a veces con los ojos bien abiertos.