CUANDO HABÍA VISTO POR PRIMERA VEZ a la Reina Elena, Elysa creía que tendría todas aquellas palabras que siempre le quiso decir.
«Los lobos no han hecho nada más que salvar a este reino».
«Eres una leyenda para todos nosotros».
«Has sido una clase de heroína para mí, cuando era pequeña. Ahora no creo mucho en eso».
«Comparto el dolor con el que cargas».
Sin embargo, lo que se reflejaba en ella no era dolor ni compasión. Una especie de fortaleza se acunaba en los extremos de su cuerpo, en la clase de sus movimientos majestuosos —casi como si ella estuviera nadando o flotando en el aire—, y en el brillo poderoso de sus ojos.
Elysa había aprendido que los ojos reflejaban el alma del otro más que cualquier cosa.
Pero ella se había limitado a decir una cosa, cuando se percató de su bata tiñéndose de rojo en la altura de su abdomen:
—Descansa, Elysa. Cuando te recuperes, volveré a por ti y responderé todas las preguntas que quieras, aunque eso nos lleve la mitad de nuestras vidas.
Y se marchó, arrastrando encaje y telas de seda por detrás. Los guardias se irguieron cuando ella pasó al lado de ellos. Elysa se quedó con todas las preguntas y respuestas genuinas en mitad de la boca.
Tal vez, si Elysa no se hubiese sentido tan cansada, dolorida y herida como lo estaba en aquel momento, habría corrido desnuda hasta la salida del palacio o le habría gritado a la mismísima Reina Elena en el rostro.
Así que se limitó a cerrar la puerta y recostarse sobre la cama de plumas con un suspiro por lo bajo. No tardó más de dos minutos en dormirse.
Después de todo, la primera pregunta que deseaba haber pronunciado en voz alta, era: «¿Dónde está mi Espíritu?»
¿Dónde estaba Invierno?
Pero Elysa no se sentía preocupada.
Porque lo oía cantar a través de sus oídos.
Él todavía estaba allí con ella.
***
Por una semana, Elysa nunca dejó su alcoba. Flotó dentro y fuera de su consciencia, despertando sólo para comer las raciones de pan, tartas y vino caliente, y dejar a la criada cambiar su bata y los vendajes.
Pero fue el último sueño el que la despertó por completo.
Un susurro la llamaba. Una niña caminaba sobre el aire, su piel tan pálida y el cuerpo esquelético bajo las sedas blancas, horrorizó a Elysa. Los mechones largos de su cabello, negros, extendiéndose detrás de ella como un velo andante, miles de hilos infinitos que se aferraban en el aire y consumían todo a su paso.
«La hija de la Muerte», susurró una voz silbante y estremecedora. Elysa gritaba, pero no salía ningún sonido de su garganta.
Donde deberían haber estado la boca y los ojos, había cicatrices y carne desgarrada. Piel.
De repente, oscuridad debajo de ella. Luego, una mano le sostenía los pies y la hundió en el abismo.
Elysa sentía vértigo, la sensación de caer y no aterrizar con nada sólido era peor que morir ahogada.
«La Princesa del Cielo».
Unos ojos blancos parpadeaban ante la oscuridad.
«No puedes convertir la Luz en Oscuridad». La voz ahora era diferente. Celestial. Se oía entrecortada y desgastada, pero las palabras y el tono eran tan atronadores y calmos que se oyeron gritos estremecedores a lo lejos.
La mano de uñas largas la soltó al siguiente minuto y ella ya no estaba cayendo. Flotaba sobre la oscuridad, reluciendo como una antorcha en el medio del bosque en la medianoche.
Despertó nuevamente con un grito silencioso en su boca. Aquel momento había sido diferente, porque ella se encontraba gritando y temblando con desesperación.
Se descubrió llorando de repente. Aquella pesadilla había aflojado el nudo que sujetaba su autocontrol. Se lamentó con gritos desgarradores y lloró como nunca lo había hecho. Lloró hasta que se le cerró la garganta, moqueaba como un niño e hipaba descontroladamente.
—¡Invierno! —se oyó gritar ella misma, con fuerza y lamento. De repente sintió unos brazos que la rodeaban, estrechándola con fuerza.
Hunter la abrazó como si fuese una niña pequeña que se había caído por primera vez y tenía las rodillas peladas y sangrantes. Y ella lloraba no por el dolor ni por el susto de la caída, si no que descubría que el mundo resultaba ser tan cruel que incluso era capaz de herirla sin importar las consecuencias. El mundo dejaba ser lo que era.
Elysa reconoció el aroma de él. Olía a bosque y a tierra. Olía al frío de afuera, con el viento. Le recordaba tanto a su lobo que eso la hizo acurrucarse más contra él.
Lloró hasta que no le quedó ningún sonido que emitir.