Capítulo 12

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LA REINA ELENA INSPIRO PROFUNDAMENTE y echó un vistazo a la habitación. Se suponía que era el despacho de su madre. La Reina Tayen. Tres faroles y una lámpara de araña colgaban del techo, adornados de formas singulares y ovaladas, decorado con elegantes lobos pintados a mano. En la pared de la izquierda había una chimenea, y en el otro extremo varios muebles tallados creando una zona de descanso alrededor de una mesilla pequeña. Junto a la puerta podían verse varias pinturas elegantes, retratos de la Familia Real, incluso aparecía Elena en uno de ellos.

Nada había cambiado desde su muerte, salvo la dueña de la habitación.

Estaba tan ensimismada en sus propios pensamientos que no oía absolutamente nada. La Reina Oneida le sonrió desde el otro lado de la habitación. Elena se irguió de un salto, imitando la expresión de su rostro. Le brillaron los ojos con entusiasmo en cuanto la vio.

—Oneida —susurró.

Corrió hasta ella, fundiéndose en un abrazo que le sacó el aliento. De todos modos, nadie allí las acompañaba a excepción de sus escoltas.

Estaba entre querer echarse a llorar como una niña pequeña entre sus brazos y no soltarla nunca más.

No optó por ninguno de los dos.

Se separó un poco de ella, oliendo su perfume familiar de siempre. Olía a flores silvestres y al viento en el bosque.

—Gracias a los Dioses Antiguos que estás aquí —le dijo Elena, intentando cobrar su compostura, pero sin borrar la curva en sus labios.

—Te dije que vendría. —Oneida inclinó su cabeza con una expresión pícara—. Además, necesitaba realmente verlo con mis propios ojos antes de que se marchara.

La Reina Elena se quedó mirando a la imperturbable Reina Oneida, hasta que cayó en la cuenta de lo que estaba tratando de decir.

¿Se estaba sonrojando? No, Elena no se sonrojaba. Nunca lo hacía.

Eligió rodar sus ojos con un bufido por lo bajo, totalmente impropio de una Reina.

—¿Has abandonado Anatolia para ver en persona al mismísimo Hunter?

Oneida la miró con confusión, como si la respuesta fuese obvia.

—Por supuesto —contestó, mirando de reojo a la habitación, tal vez inspeccionando si había algún desorden que revelara otro ataque de ira por parte de Elena—. No querría perderme de tal visión, ¿verdad? Además, Salomon no tiene problema con ello.

Elena lanzó una carcajada.

—Él no sabe de esto.

Oneida volvió a centrarse en ella.

—Preguntas cosas que son obvias.

—No era una pregunta.

La Reina de Anatolia soltó una risita por lo bajo, con sus hombros dando saltos por las carcajadas descomunales contenidas —que de vez en cuando se daban el lujo de liberarlas cuando no había nadie alrededor—.

Cruzó la habitación, finalmente haciendo un gesto a los escoltas para que se retiraran fuera de la estancia. La obedecieron, no antes sin comprobar el rostro de Elena, dando un portazo ligero detrás de ellos.

Juntas se sentaron en uno de los sofás. Una sensación de angustia abrumó a Elena por completo, como si todo el peso que sostenía con las manos cayeran de golpe sobre sus hombros.

—Sabes —dijo Oneida, levantándose el vestido amarillo de encaje para poder doblar sus piernas cómodamente— he estado pensando en que los Reinos terminarán derrumbándose en cualquier momento.

El Espíritu del InviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora