HUNTER TIRO DE LAS RIENDAS del caballo para observar el bosque por el que estaba por adentrarse. Una vez dentro, era muy difícil encontrar el camino de salida.
Chasqueando con la lengua por lo bajo, negó con la cabeza. Se había dejado acostumbrar a la comodidad en el palacio que Elena le había brindado. Ahora, iba a tener que arreglárselas para comer y soportar horas de frío bajo la nieve incesante. Los copos caían del cielo y llenaban el suelo con una gruesa capa blanca.
Aelis, la yegua que montaba, era tan veloz como una tormenta y podía galopar por días sin cansarse. Había protestado como un crío al tener que abandonar a su semental, Danger, en el palacio, ya que según la Reina Elena "necesitaba de un buen caballo para cumplir esta misión".
A regañadientes, le dio la razón en silencio.
Y ya era como la décima vez que Elena inundaba en sus pensamientos, ajena a lo que le hacía sentir. Ver la cicatriz en su ojo derecho le había sacado el aliento. La mayoría de las veces eran los hombres que portaban cicatrices como aquellas, incluso Hunter se había acostumbrado de eso. Las mujeres con cicatrices eran muy pocas, y más a menudo se las encontraba por las calles o en la Guarida de los Asesinos.
Pero en la Reina Elena... jamás se lo había esperado. La franja que cubría parte de su ceja hasta el pómulo, cruzando sobre el párpado de su ojo, se veía oscuro, casi como estuviera amenazando con mostrar lo que había en su interior.
Cuando ella vio sus cicatrices, sus ojos habían brillado de reconocimiento, pero Hunter lo había interpretado como de sorpresa o tal vez de repulsión.
Jamás se le cruzó por la cabeza la idea de que ella portaría una cicatriz como esa.
Y que la hacía verse tan fuerte y tan... hermosa.
Hunter sacudió su cabeza para apartar esos pensamientos. Si seguía así hasta el final del día, las apartaría con dagas imaginarias, lejos de él, para que dejaran de atormentarle.
Aelis no ayudaba de mucho. Era tan silenciosa y casi nunca relinchaba. Era algo bueno, porque no revelaba su ubicación. Pero tal vez aquellos ruidos animales lo habrían distraído de la guerra que se desataba en su cabeza.
Tirando de las riendas, detuvo a Aelis y desmontó, mirando el suelo con determinación. Había unas marcas irregulares en la tierra y por la superficie resquebrajada de las hojas alguien las había pasado por encima no hace mucho tiempo, tal vez de unos cincuenta o sesenta kilos.
Pero al lado de esos pasos livianos... había huellas que no pertenecían a alguien humano.
Hunter apartó la nieve, siguiendo el reguero de huellas como un camino lleno de farolas y luces neón.
Respirando profundamente, miró a lo largo del bosque con intensidad. Casi podía ver a la chica caminando junto a los lobos. O tal vez... rodeada de Nativos transformados.
Cualquiera de las dos escenas... no importaba.
Pero lo que sí importaba, era que el camino apuntaba directamente hacia el norte.
Y en el norte se alojaba toda clase de criaturas.
Era de allí donde iban los Nativos y jamás volvían a ser los de antes. Los Nativos que había visto en el palacio con Elena habían sobrevivido, a excepción de uno. Cuando sus compañeros descubrieron la marca en su hombro, se vieron obligados a ejecutarlo.
Elena lo había observado impasible, mientras lo atravesaban...
La sangre se derramó sobre su pecho, casi incandescente, de azul grisáceo, de un color aburrido y siniestro. Los ojos se le habían desorbitado y la cólera que había demostrado en ellos hacía que su corazón se acelerara con tan solo de imaginarlo.