EL VIENTO HELADO SOPLABA con fuerza, embistiendo los árboles y las montañas. El hielo que había intentado derretirse volvía a solidificarse al caer la noche. El frío parecía colarse dentro de la poca ropa que Elysa llevaba cubriendo su menudo cuerpo. La somnolencia la abatió sin piedad y sus pies congelados no fueron de gran ayuda.
Su aliento parecía congelarse en el aire cuando expiraba o cuando sus dientes castañeaban por cuenta propia. Elysa caminaba con la mente en blanco, apoyando sus manos sobre los lomos de dos lobos que la guiaban dentro de una cueva oscura. Intentando mantener sobre sus brazos las últimas frutas que le quedaban, pronto se tiró al suelo en cuanto encontró un lugar donde el viento golpeaba tras una pared de piedra.
Sus pensamientos iban y venían. Elysa se sentía como si estuviese a punto de morir. La manada la rodeó, incluso ellos se sacudían y se lamían los hocicos congelados. El descenso de la temperatura jamás la había atacado como ese día, tal vez era porque estaba en medio de la intemperie y no dentro de una cabaña maltrecha con la cálida y reconfortante chimenea.
Abrazándose a sí misma, se sintió mal por no haber aprovechado aquellas noches gélidas junto al fuego y la leña del único lugar que alguna vez pudo llamar hogar. Negando, se dijo a sí misma que ni siquiera había tenido el privilegio de tener un hogar, porque nunca lo había tenido. Se sentía casi desolada, mientras los lobos a su alrededor aprovechaban para lamer sus propias patas llenas de hielo que comenzaban a derretirse por el calor corporal que emanaban por voluntad propia.
Invierno gimió a su lado, recostándose contra la cadera de Elysa. Ella lo miró intensamente, intentando perderse en la blancura de su pelaje y en sus intensos ojos amarillos. No le resultó difícil, ya que Invierno era tan intenso y familiar que pronto la soledad que la asaltaba se esfumó.
Sólo un poco.
La falta de respuestas la habían dejado vacía. Todo lo que había ocurrido hasta ese día, la dejaron insatisfecha, rendida y cansada. Varias veces se había puesto a pensar y se preguntaba por qué demonios no volvía a la urbanización y pedía ayuda a un aldeano para que la refugiara. Cuando lo analizaba, veía a los lobos a su alrededor y sabía que ellos no la dejarían. Ellos no la abandonaban en ningún momento. Era como si fuesen un escudo protector que alejaba la maldad que a veces parecía inexistente.
Y pronto recordaba el secuestro y todo lo que había sufrido.
Elysa caía en la cuenta de lo que estaba pasando. Demothi había muerto. ¿Qué pasaría si volvía al pueblo de Sierra sin tutor? Volvería a caer en el mismo pozo, tal vez uno más hondo y oscuro que el anterior, porque aparecería otro hombre que la usaría para quién sabe qué.
Y Donovan... Donovan también estaba muerto. ¿Qué explicación le daría a los dartenses? ¿Que Nativos de sangre oscura la secuestraron mientras bestias de diez pies se los habían devorado? La tomarían por loca.
O peor, la matarían. A ella y a sus lobos.
Sus lobos.
La gente temía de ellos. Y ella también se había asustado, porque había visto con sus propios ojos sus dones de matar. Cuando los miraba, no podía imaginarse aquella escena, porque se comportaban tan juguetona y amistosamente que era imposible que ellos días antes mordieran a unos Nativos hasta la muerte.
Elysa no había tardado en descubrir cómo podía comunicarse con los lobos. Las historias contaban que existía una clase de telepatía que ayudaba la comunicación entre el Lobo y el hombre, pero eso era solo un mito.
Ella se comunicaba con ellos a través de lo que sentía. No era algo complejo, pero los lobos lo entendían sin necesidad de palabras. Ella, al sentir, hacía que los lobos lo olfatearan en el aire. Como un perfume, un aroma. Los lobos levantaban el hocico o dilataban sus orificios nasales cuando ella sentía algo.