8. Oscuridad

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Él estaba sentado en su escritorio, en medio de la oscuridad que solo la noche puede dar, la oscuridad generadora de miedos, y estos le encantaban, algo completamente contradictorio con su experiencia, a veces, en la noche volvía a sentir ese miedo y volvía a despertarse. Cuánto daño pueden hacer los hombres, el tipo de daño que te marca para siempre y que tu cuerpo te recuerda cada vez que cierras los ojos. Y entonces el demonio con el traje de botones naranjas aparecía en su mente. Desde hace años, cuando estaba cursando la universidad comenzó a hacer esto, apagar todo, estar en la oscuridad completa, para él era una especie de terapia de choque, en ese entonces se ponía alerta, todo su cuerpo se entumecía y sentía la necesidad de buscar la luz, la luz es la seguridad, siempre lo era, por ello teníamos un miedo patológico a la extensa penumbra, donde las bestias se movían mejor que nosotros, pudiendo llegar desde cualquier lado.

Fue en la oscuridad donde ese payaso asqueroso le mostró qué era el miedo, el miedo de verdad, ese que hace que te paralices y que activa la grabadora de la mente para que nunca se te olvide. Fue en la oscuridad donde las manos tocaron lo que no se debe tocar e hicieron del placer el más profundo horror. Entonces, en medio de la negrura, un pequeño niño se quebró. Se dividió.

Ahora él era una bestia que podía moverse a su gusto, lleno de poder, con la confianza de que llevaba la ventaja sobre su presa. Se había divertido en gran medida, William era una gran marioneta para hacerlo reír, para hacerlo sentir poderoso, como nunca antes lo había sentido. Pero ya se estaba aburriendo, que debería hacer, ¿otra muerte?

Era cierto que la comunidad al saber cuáles eran sus presas se había acoplado, sin embargo, todavía quedaban esos machos que no les importaba nada, se sentían tan fuertes que cualquier chico era un saco de golpear, o más bien sus esposas.

Dio un golpe al escritorio.

La rabia había vuelto, ese odio que le tenía a esas personas, si se podían llamar así. Recordó cuando ese hombre entró en la habitación, cuando lo golpeó hasta deformarle el labio y casi romperle la nariz. Cada vez que entraba tenía miedo, ¿le daría comida o un golpe? Siempre se lo preguntaba, y si no era eso, era lo peor...

Se quedó viendo el despacho, lo veía perfectamente, sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad, sin embargo, el dolor se extendió en sus ojos cuando la puerta se abrió.

―¿Señor? ―preguntó una dulce voz.

―Sí, Joffrey.

―Tengo miedo, señor.

―¿Miedo de qué Joffrey?

―Soñé con papá.

―No te preocupes, Joffrey, él ya no está aquí para pegarte, estas a salvo.

―¿Podrías dormir conmigo?

―Por supuesto.

Él se levantó de su escritorio y fue con el niño a la habitación, se acostó al lado de Joffrey y pasó un brazo sobre el niño para que él sintiera que estaba protegido. El niño no tardó en dormirse y las lágrimas no tardaron en llegar, aquel demonio estaba llorando, ¿quién lo creería? Los demonios también lloran. Se sentía solo, como aquella vez en esa maldita habitación, con esos niños, con la pesadilla que llegaba periódicamente. Se sentía solo cada vez que su abuela le demostraba desprecio. Se sentía solo desde que la vida de su madre se fue, desde que ese payaso le demostró los pecados.

Los demonios viven su propio infierno.

Y él quería dejar de vivirlo.

La pesadilla de BelltownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora