22. Expiación

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La noticia de dos nuevos desaparecidos no se hizo esperar, había pasado sólo un día y ya todos los medios locales se jactaban de la noticia, y lo seguidores del payaso promulgaban que él estaba libre, que nadie podía detenerlo, porque nada está más arriba que la justicia.

Al agente Reed le dolía la cabeza, estaba sentado en su despacho viendo la calle, veía como pasaban los carros, como al mundo no le importaba que dos compañeros suyos estuvieran muriendo, el mundo simplemente seguía girando. Entonces Alexander recordó el miedo de no poder hacer nada mientas alguien mataba a Eddie, su amigo, la otra parte de su alma. La policía no hacía más que buscarlos, revisaban por cada rincón de Belltown, le preguntaban a los demás. Para el pueblo era evidente que estas nuevas víctimas eran diferentes, eran de una clase más alta, más prioritaria, por ello los buscaban con tanto ímpetu. Alexander quería resultados, quería respuestas y por ello, con el primero que habló después de escuchar la noticia fue con la última persona con la que estuvieron. Stephen.

Él había legado al despacho del jefe, como siempre, cortésmente tocó la puerta, entró y solo se sentó cuando Alex se lo permitió.

―Dime que sucedió.

―Señor, hasta donde sé, ellos se quedaron en el Red Shot, los deje allí y fui a mi casa a dormir.

―No me importa donde dormiste.

―¿No? Pues no me sorprendería que me tuviera como sospechoso, ¿me equivoco? ―Alex no sabía que responder― Alex, no les hice nada, entiendes, ¿o me mandaras a un manicomio para comprobarlo?

―No me tientes Stephen.

―No me das miedo Alexander, en lo más mínimo –dicho esto salió del despacho.

Alexander trataba de descubrir en qué había fallado, estaba desesperado, se tocaba la cara, el cabello, sin saber qué hacer. Luego, cogió las llaves de su auto y fue conduciendo hasta el lugar donde estaba él.

William Bolton miraba sus manos, ni siquiera levantó la mirada cuando la puerta se abrió, y en esa posición dijo.

―¿Y ahora qué quieres? ¿De qué me vas a culpar esta vez?

Alex se acercó iracundo y golpeó la mesa.

―¡¿Qué putas hiciste?! ―sus ojos verdes parecían arder.

―Yo no hice nada, no puedo hacer nada, tú me enceraste aquí, ¿no es así?

Volvió a golpear la mesa en medio de su frustración, pensaba rápidamente y supo que allí no conseguiría nada, entonces decidió irse a su casa, necesitaba descansar, pensar todo en frío.

Al entrar en el hotel la recepcionista le llamó.

―Señor Reed, tiene correspondencia.

―¿De quién?

―No lo sé, en el sobre no lo dice.

―¿Sabe quién lo dejó?

―No señor, acaba de comenzar mi turno.

―Bien, gracias por guardarlo.

Subió en ascensor hasta el cuarto piso y mientras caminaba por el pasillo, sintió miedo, sentía que algo no estaba como antes, que algo estaba a punto de pasar. Fue entonces, cuando vio que la puerta de su apartamento estaba entre abierta que se puso a la defensiva, sacó su pistola y entró en el departamento lentamente, revisando con la pístala enfrente, para que el intruso no lo tomara por sorpresa. Todo estaba oscuro y las cosas estaban tiradas en el suelo, a ratos tenía que ver donde pisaba para no alertar al intruso, así fue como lo tomó por sorpresa esa voz.

―Hola, Alexander.

El investigador giró rápidamente, tenía miedo, vio la silueta de un hombre, este último, movió su brazo velozmente, la culata del arma le dio un fuerte golpe en la frente, el dolor pasó por toda su cara y eso agravó su dolor de cabeza. Su visión se empeoró y así dio varios pasos atrás, se resbaló con un desodorante, terminando con otro golpe en su cabeza, este fue demasiado y poco a poco se fue adormeciendo.

El hombre se acercó, se arrodilló a su lado y le dijo.

―Has sido un chico muy malo, Alexander.

Pasados treinta minutos Alexander despertó, estaba amarrado a una silla y de su frente salía un hilito de sangre, justo en frente estaba el hombre, sentado, detrás de él una ventana y de esta entraba toda la luz de la luna, el hombre estaba a contraluz lo que hacía casi imposible identificarlo, pero no era necesario, la nariz roja decía todo.

―¿Ha caminado con una piedra en el zapato? No puede haber cosa más fastidiosa que esa maldita piedra, ¿cierto, Alexander? Pero yo te tengo otra respuesta, y es que tú me has molestado más que una piedra en el zapato. Tu maldito, retrograda, machista, es increíble que alguien con una mentalidad medieval me haya dado tantos problemas. En principio te diste cuenta de mi cuartada, pero vaya equivocación tuviste. No soy la personalidad despiadada de William Bolton, no, soy mucho peor que eso y ni te has dado cuenta. Giojojojojojo, te diste halagos en la prensa y mira donde estas, y la verdad es que odio a las personas como tú.

» Entonces que gran oportunidad como esta, desde el fondo te debería dar las gracias ¿has visto las redes sociales? ¿has visto los manifestantes? Soy famoso gracias ti, y tu discurso sobre, posiblemente lo atrapamos.

» Por otro lado, estoy iracundo, ahora William sabe que estoy en la investigación, y lo enviaste donde estuve, le disté una ventaja ilegitima en mi juego. Te metiste al juego como si fueras un rey, y mi juego no puede ser fastidiado. Por eso te voy a castigar, Alexander y reiré de tu dolor, lo disfrutaré hasta la última pizca. Hasta que supliques por tu muerte.

El payaso sacó la pistola, la miraba detalladamente y luego le apuntó.

―¿Lo hago ya o prefieres esperar?

Alexander estaba paralizado de miedo.

―Vamos di algo. ¿Ya abriste el sobre? ¿No? Bueno, solo diré que esas niñas te extrañan, quieren que les ayudes. Oh es cierto, no llegaste a tiempo, ¿verdad? Pobres niñas ―Puso su ojo en la mira y puso la voz más grave, terrorífica―, esto es por ellas ―Accionó el gatillo.

El agente Reed cerró los ojos, esperando la muerte, pero la espera duró más que unos segundos. Abrió los ojos y el asiento estaba vacío.

Giojojojojojo.

La risa lo sobresaltó.

―Debiste haber visto tu cara, magnifica ―susurró en el oído de Alexander―, gracias por el arma y este es un adelanto de lo que se avecina. Un regalito de parte de Curtis ―Dejó caer la pequeña caja de cartón en el regazo del agente― Adiós, Alexander.

El payaso salió de la habitación, cerró la puerta y continúo caminando plácidamente, para continuar con el escarmiento de los investigadores.

Alexander continuaba amarrado a la silla y así lo estuvo hasta que una ama de llaves curiosa entró en la habitación, ella le ayudó a soltarse, y luego, como pudo le hizo pensar que todo eso era una broma de mal gusto, que a sus compañeros les causaba gracia. La ama de llaves se fue creyendo la historia, pero sugiriéndole que debía decirles a sus compañeros que deben contenerse con sus bromas.

Una vez que estaba seguro de estar solo, vio la caja, tenía miedo de descubrir que había allí, pero la curiosidad pudo más que su miedo. Puso la caja sobre una mesa y allí la abrió, "un regalito de parte de Curtis" recordó e inmediatamente las náuseas lo movieron hasta el escusado, pensaba que con los años ya no sentiría esa especie de asco, pero conocer de dónde venía cambiaba las cosas.

En esa mesa, dentro de una pequeña caja, se encontraba un dedo cercenado, con un moño rojo sobre el y en medio de un pequeño charco de sangre.

La pesadilla de BelltownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora