6. Los ojos de la maldad

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Horas después, cuando abrió los ojos, la luz blanca intensificada por las pulcras paredes de la habitación lo cegó, cerró los ojos, estaba confundido, ¿dónde estaba? Lo último que recordaba era haber leído ese mensaje. Se miró la mano, la aguja intravenosa estaba allí, recordó la primera vez que le pusieron esa aguja del demonio, ¿Por qué tenía que ser de plástico? Aquella vez sintió como la aguja se movía un poco dentro de su mano. Luego observó por un momento como el suero bajaba lentamente por el tubo, escuchando de fondo los pitidos del aparato que mostraba sus signos vitales. Pasaron varios minutos en los cuales trató de dormir otra vez, pero sus intentos no dieron frutos. Entonces entraron ellos...

En dirección a la habitación caminaban dos personas, William podía escuchar el sonido de sus pasos y de la conversación que estos tenían.

―¿Me entiendes? Tenemos que hacerlo, lo antes posible, no creo que él soporte más en este estado. Entonces... oh estas despierto ―dijo Stephen.

―Hola William. Mira la luz ―expresó el doctor mientras encendía una pequeña lámpara justo en frente de sus ojos.

William estaba completamente confundido, ¿qué se supone que harían? ¿Se referían a él? Tenía que ser él o ¿sino a quién? La desesperación lo invadía, sin embargo, hacía todo lo posible para mantenerse sereno. Si Stephen lo decía era por su bien, ¿cierto? Stephen era su amigo y los amigos no se hunden unos a otros.

―¿Cómo te sientes? ―Preguntó el doctor.

―Estoy bien.

―Will ¿estás seguro? ―dijo su amigo.

Se quedó pensando, ¿realmente estaba bien? Su cuerpo en líneas generales estaba bien, pero ¿qué hay de su mente? Había visto como, poco a poco, cayó en este estado demacrado, estado de ansiedad, de miedo, de tristeza; una especie de tristeza que envenena todo lo que toca, así fue como amó la bebida como el escape de ese estado, así fue como la perdió a ella, una de las pocas personas que se preocupaban por él, de las pocas por las que se empeñaba en seguir vivo. Y ahora ¿Qué tenía? Un sentimiento que lo hacía sentir la persona más egoísta que jamás habrá conocido, inclusive más que Kevin.

Aun así, estaba pensando demasiado, tenía que calmarse, ¿un trago, tal vez? Seria de maravilla, pero que nadie se enterara.

Ahora, él que había sido egresado con honores, él que había sido admirado por muchos en el instituto volvía a odiarse a sí mismo, volvió a caer tan bajo como para estar inmóvil en un hospital sin que nadie lo tenga en cuenta, sin que nadie sepa su infierno. Si eso para él es "sentirse bien", pues en este momento estaba de maravilla.

―Creo que ya lo sabes, Stephen ―respondió con la mirada fija en la sábana que cubría sus pies, con ganas de llorar.

―Ya veo, ¿Qué piensas doctor?

―Es consecuente con tu diagnóstico, Stephen, estás autorizado para proceder con el tratamiento.

―Lo siento William, pero el control de las cosas ha pasado a otras manos y estoy obligado a seguirlo ―Luego de espetar esto, salió un poco de la habitación e hizo una señal.

Un hombre un tanto mayor entró en la habitación, su sola presencia provocaba incomodidad, la experiencia se notaba en su cara y en las pocas canas que su cabellera tenía. Y se percató de ello, esos ojos con un verde intenso, los ojos de la persona que tanto miedo le había infundido. Su corazón estaba a punto de salirse de su pecho, el pitido de la maquina se hizo más evidente. Después dos hombres aparecieron detrás de él, uno de ellos con una silla de ruedas, se acercaron a Will y este se retorcía como un niño intentando soltarse de su madre.

La pesadilla de BelltownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora