2. Comencemos otra vez

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La horrenda y perturbadora risa volvía a oírse por aquellos pasillos oscuros y abandonados, teñidos de sangre y suciedad acumulada con los años, con azulejos rotos o que simplemente no han soportado el duro paso del tiempo. Estos pasillos estaban gobernados por lo viejo, oscuro y el dolor humano.

La garganta de Dylan estaba completamente adolorida de estar implorando a todo pulmón que cualquiera que estuviera allí se apiadara de su dolor y lo ayudara. Sin embargo, en aquel oscuro recinto sólo se encontraba un hombre desquiciado que anhela divertirse a costa del más crudo dolor humano.

El payaso se encontraba en el lugar que había elegido como su "centro de mando". Había pertenecido al antiguo administrador de la ahora desvencijada edificación, que en sus años de oro había retenido a personas tan locas y trastornadas, como la persona que ahora se encontraba frente al espejo pintando de un fuerte rojo su nariz.

Una vez acabada la preparación de su traje y su maquillaje, se dirigió hacia el otro lado de la habitación. Allí, bajo un gran ventanal que dejaba ver un gran paisaje rural, se encontraban varias pantallas, que dejaban ver varias zonas de la edificación, entre ellas estaban varias celdas, además de las salidas y las afueras de este. Si alguien se llenara de valor, como para entrar al desvencijado edificio, él lo sabría y pobre de aquel desafortunado.

En la pantalla principal (la más grande) se podía observar a Dylan, retorciéndose con la esperanza de zafarse de sus ataduras. Bajo dicha pantalla se encontraban dos de menor tamaño, en estas, al igual que en la anterior, presentaba unas celdas con sus respectivos ocupantes. En la de la derecha se encontraba la señora Grey, Sussan, lloraba desconsoladamente, en una esquina. De vez en cuando recogía la fuerza para seguir gritando, sin embargo, esta se esfumaba rápidamente. En aquellos ratos de agonía imploraba por su hijo y su esposo, aunque este último con recelo, parecía que en lo profundo lo odiara por algo, pero temía que fuera él la única persona que pudiera ayudarla.

En la siguiente pantalla se mostraba a un niño de unos nueve años, sentado en un catre, que en contraste con el edificio estaba en buen estado. El niño veía la habitación con gran curiosidad y miedo. Tenía un oso de peluche entre sus brazos, lo abrazaba con fuerza debido a su miedo. Al cabo de un tiempo se durmió de tanto llorar por su madre.

Luego de ver dichas escenas, el payaso cruzó la habitación y abrió un gran cofre de madera. Dentro se encontraba una gran colección de cuchillos, de tamaños y formas diferentes, en dicha colección no había un solo cuchillo igual al otro. Cogió uno de un tamaño cercano al de su mano y lo guardó dentro de su traje, cerró bien el cofre y se dirigió hacia la salida. Allí cerca de la puerta vio su pistola y tuvo el impulso de llevársela, luego de verla un tiempo decidió llevarla consigo. Realmente no le gustaba, odiaba matar de una forma tan fría y rápida, sin embargo, algo le decía que tenía que llevarla.

Salió de la habitación y pensando en lo que estaba por hacer, sonrió gratamente, dentro de la sombría y temible oscuridad.

La pesadilla de BelltownDonde viven las historias. Descúbrelo ahora