Hiram
Me encontraba caminando en círculos desde hace ya más de una hora. Una marca se dibujaba en mi sien debido a la fuerte presión que estuve ejerciendo con mis dedos sobre ella. Necesitaba hallar respuestas. «Psicosis, agresividad, daño cerebral, intoxicación en la sangre, mareos, convulsiones, tos fuerte y seca, cambio de color en la piel a un tono verdoso, escamosidad», repetía los síntomas del virus en mi mente vez tras vez, para luego anotarlos en una hoja perdida entre todas mis pruebas y tubos de ensayo.
Drogas. Narcóticos. Estupefacientes. La gente cree poseer conocimiento absoluto en este campo con tan solo haber ingerido alguna de estas sustancias en fiestas de fraternidad o en alguna ronda casual. Fumar marihuana es considerado un terciario e inhalar cocaína una carrera de grado, presuntuosa ignorancia. Existe un estereotipo impuesto del «drogadicto», el cual es prácticamente un ser vacío y errante, que ha perdido la conciencia totalmente, está loco, tiene reacciones violentas, los ojos inyectados de sangre, la nariz en carne viva y los brazos pintados con moretones y marcas de agujas.
Remontándome a un perfil de película el personaje vive en la calle y roba para alimentar su horripilante adicción. Es adicto por gusto, nunca cambiará, no tiene futuro. Está apartado de la religión y las buenas costumbres. Con respecto a sus orígenes y motivos, nació drogadicto y morirá drogadicto, no hay ninguna razón de peso que haya intervenido en sus malas decisiones, sin importar cuántos estudios psicológicos en contrario existan.
Lamentablemente, las apariencias engañan. Las adicciones, los motivos y los adictos abundan en sus propias diferencias. Detrás de la presión de grupo, la angustiante depresión y la rebeldía adolescente, estamos nosotros, los químicos, farmacéuticos o boticarios. Poseedores de la materia prima, las medidas exactas y un tajante pero necesario desapego al uso de nuestro producto. Es un trabajo arduo y minucioso, con propósitos varios. Se producen drogas medicinales, perjudiciales, y otras consideradas armas de doble filo que cumplen con las dos características anteriores.
Según los síntomas que provocan en quien las ingiere se puede identificar cuál de ellas es la causante, cada sustancia tiene su sello personal. Eso he tratado de hacer durante largas horas: atar cabos sueltos, intentando complacer a mi ambicioso padre sin estallar en el intento.
Existen cinco tipos de drogas consideradas las más perjudiciales y mortales en todo el planeta: el Fentanilo, utilizado para aliviar el dolor en el cáncer terminal, es un analgésico cincuenta veces más potente que la heroína. Letal, pero sus síntomas no coinciden con lo que intento averiguar. «Descartada», dije para mí mismo, tachándola con brusquedad.
Burundanga es la siguiente en mi lista, no es de uso personal. Anula a la víctima, parálisis, psicosis, mareos. Una droga que ante el pequeño exceso acabaría con cualquier vida. Esta droga no encaja completamente, muchas víctimas han sufrido mareos y parálisis pero aun así sería imposible que el malestar perdurara durante tanto tiempo al ingerirlo, si fuera burundanga solo mataría instantáneamente. «Quizá no es solo una droga, es una mezcla letal de varias de ellas», pensé esclareciendo mis ideas.
Mi largo cabello rozaba mi nuca provocando en mí el deseo de tirar de él hasta arrancarlo. Seguía caminando desesperado, arrastrando mis pies y pateando cualquier artículo que se pusiera en mi camino dentro de la pequeña habitación. Tomé el papel garabateado y lo tiré al suelo arrugándolo, volviéndolo una bola. Agarré otra hoja y escribí «Etorfina», droga potente capaz de inmovilizar elefantes, para luego volver a tacharla y cambiar su nombre por «Crack», energía explosiva, depresión inminente. Reí para mí mismo, conocía a la perfección esa sensación.
Estaba agotando mis opciones. Mi cuerpo dependiente, más que analizar me pedía consumir drogas. Necesitaba calmar la ansiedad que me arrancaba la piel. ¡Piel!, eso era «verde y escamosa como la de un cocodrilo», el más aterrador de los síntomas.
Había encontrado la pieza faltante, era el Krokodil, también llamada la droga «caníbal».
Solté la lapicera dejándola caer y di un grito ahogado de orgullo. Todo tenía sentido ahora, mi investigación cobraba color y estaba satisfecho, alcanzando estar a un paso más cerca de resolver las cosas, podía sentir el dinero y la libertad quemando en la punta de mis dedos.
En otra oportunidad habría celebrado drogándome hasta perder la conciencia, pero esta ocasión fue diferente, sentí la necesidad intrínseca y apremiante de compartirlo con alguien. Abrí la puerta con decisión y me dirigí al living. Ahí la vi, Gia, mi irritante compañera de cuarto, estaba recostada leyendo un libro, su cabello rubio lucía diferente recogido en un moño desordenado. Cargaba una expresión seria, sus labios estaban fruncidos como si algo dentro de la historia le causara disgusto. Siendo objetivo no era lo que se considera atractiva, no destacaba por sus curvas ni por su sensualidad, y mucho menos encajaba en mi «tipo» si es que alguna vez lo tuve. Pero sus desafiantes ojos azules desprendían una esencia adictiva, provocando que no pudiera dejar de verlos rodar y cerrarse con desazón por mis comentarios mientras su inocente rostro se movía casi sin poder alcanzar el paso a su aguda lengua.
Decidido a verlos y sin pensamientos racionales me acerqué a ella, le quité el libro de las manos, provocando un mohín de su parte y, sin dejarla pronunciar una palabra, la tomé de las mejillas, inclinando mi cuerpo levemente mientras apoyaba mis rodillas sobre el sillón para mantener el equilibrio y... la besé.
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El mar en invierno
RomanceTerror, pánico y desenfreno. El mundo colapsa, las calles vacías lloran las horas y no queda ápice de la vida cotidiana. Muerte y desolación, estado de sitio, las autoridades decretan el aislamiento obligatorio y las puertas de las fronteras se cie...